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¿Hay vida después del retiro?

Por diversas razones, plantearse las modalidades del retiro en México es una nueva ciencia. La pirámide demográfica mexicana, la cual empezó a decrecer apenas en los años ochenta del siglo pasado, se encontraba fuertemente cargada en el grupo etario de los 0 a los 16 años, mientras que el de los 55 en adelante era muy marginal. Solo hasta épocas muy recientes esa pirámide empezó a achatarse, es decir, a tener mucha más población en la parte media, y hoy la edad promedio mexicana anda en aproximadamente los 28 años.

En suma, estamos viviendo el bono demográfico en el cual la gente está en plena etapa productiva y, por igual, demanda de todo: escuelas, vivienda, empleos y un largo etcétera.

Esta circunstancia (la de tener una población joven) hizo que en este país a nadie le importara ahorrar para el retiro. Ni el estado ni las empresas veían a esta variable como algo crucial, razón por la cual la legislación contemplaba aportaciones muy modestas para ese fin y edades tempranas para la jubilación (véase, por ejemplo, el caso de los maestros públicos, los cuales se jubilan antes de los 55 años de edad).

Esto explica, entre otras cosas, que las instituciones públicas de pensiones no constituyeran suficientes reservas actuariales y estén, de hecho, quebradas. Solo hasta que se introdujo el sistema de ahorro para el retiro, se individualizaron las cuentas de cada trabajador y se modernizó la legislación; además, la gente empezó a cobrar conciencia de que cuando deje el empleo, su vida dependerá de ese ahorro.

Este panorama, combinado con una mayor esperanza de vida (de unos 75 años en promedio entre hombres y mujeres) y una tasa mediocre de crecimiento económico que crea pocos empleos de calidad y bien remunerados, se ha convertido en una verdadera bomba de tiempo. Ese es el primer problema.

El segundo, consecuencia de no saber lo que es una sociedad vieja en términos culturales, psicológicos y de salud, ha dejado igualmente fuera una reflexión de lo que se debe hacer cuando llegue ese momento, pues la mayoría quizá estima que deberá seguir trabajando toda su vida o al menos hasta que sus condiciones físicas y mentales lo permitan. Por ende, hablar de la vida después del retiro es una gran interrogante que, la mayor parte de las veces, produce únicamente incertidumbre y temor.

Desde un punto de vista personal y solo en teoría, en unos diez años debería optar por la jubilación, lo cual no haré, básicamente porque aún no pierdo mi capacidad de asombro ni la curiosidad intelectual que fertiliza la existencia; además, no me viene mal seguir generando ingresos. Esto es algo que los políticos profesionales y serios debieran tener en cuenta.

En mis inicios en la política, en los años setenta, Aguascalientes tenía a varios próceres en el candelero nacional, los cuales se convirtieron con los años en los grandes capos de vida, milagros y presupuestos de los hidrocálidos. En el mes de abril, el vestíbulo del viejo hotel Francia se llenaba de estos figurones, que viajaban en los aviones del gobierno, llenos de amigos e invitados, para partir plaza durante las fiestas abrileñas. Eran los tiempos del partido casi único con la chequera libre. Llegaban salerosos, rodeados de  ayudantes y seguidores, acompañados de un séquito singular. Su rutina era muy predecible: comida, toros, brindis, tornabrindis y las fotos al día siguiente en la prensa local, saludando la presencia de los salvadores del estado. Un verdadero espectáculo que parecía grotesco, pueblerino, y del cual tengo algunos recuerdos. Menciono dos.

Alguna mañana coincidí con Augusto Gómez Villanueva, quien ya entonces parecía un hombre mayor, en el baño del hotel. Era el secretario de la Reforma Agraria y protegido de Luis Echeverría, el expresidente acusado posteriormente de asesinato por los crímenes de la guerra sucia y que, de seguro, terminará sus días bajo arresto domiciliario. Con lentitud, se acercó al mingitorio, depositó sus líquidos y salió, enhiesto y sin saludar, del baño. Me intrigó por qué, sin haberse lavado las manos, minutos después saludaba a todo aquel que se acercaba a pedir favores, como era usual en la época.

Augusto era un orador nato; podía pasarse horas enteras explicando el Plan de Ayala o el destino del agrarismo mexicano, y mantenía a sus oyentes atentos mientras el mundo corría a una velocidad asombrosa. Tengo para mí que, a la fecha, Gómez Villanueva sigue pensando que la tecnología o la globalización son una conspiración del capitalismo.

El otro era Enrique Olivares Santana. Vestía con afectación trajes de seda brillante, unas camisas de cuellos alargados y colores chillantes, de cuyos bolsillos siempre sobresalía un peine Pirámide. Su lenguaje corporal era inequívoco: más que caminar, flotaba por entre las mesas del Francia ajustándose las mangas de la camisa y peinándose todo el tiempo.  A todos saludaba al estilo de Gonzalo N. Santos –el legendario cacique potosino–, asegurando que lo trascendente era hacer sentir en el centro que se era importante en provincia y, en provincia, subrayar que se era influyente en el centro. Uno sobrevive, el otro murió hace años, pero ninguno se entrenó para tener una vida después de la política.

Por mi parte, he visto casi de todo, pero el siglo XXI es una caja de Pandora que, por razones misteriosas, arroja novedades cada día sin siquiera sospecharlo. He hecho de todo: política, diplomacia, periodismo, docencia, investigación académica, coleccionismo y consultoría, y el mundo de ahora me sigue pareciendo de muchos modos distinto y fascinante.

Para mí, todavía hay mucho por ver, aprender y hacer, especialmente fuera de la política; tal vez porque un buen día le hice caso a Michael Ignatieff, un interesantísimo intelectual público canadiense, que aconsejaba: “Tu vida política puede terminar en cualquier momento, así que debes asegurarte de tener una vida con anterioridad y estar preparado para seguir con una nueva después”.

Tenía razón.

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