Existe una confusión casi generalizada en el sistema educativo mexicano y, de hecho, en muchos países, en el sentido de que ir a la escuela y obtener un grado o un título es equivalente a “educarse”. Peor todavía, se considera formar y desarrollar “talento” como un requisito fundamental para la productividad y la innovación. Esta es una confusión pura y dura que en buena medida explica por qué México no crece.
En los últimos años, la matrícula en la educación superior ha crecido razonablemente tanto en las instituciones públicas como privadas. La provisión privada, por ejemplo, pasó de representar el 18% en licenciatura en 1990 al 28.8% en 2000, al 33% en 2010 y al 36% en la actualidad.
Tan sólo en lo que va de este siglo, hemos pasado de dos millones de estudiantes en el ciclo escolar 2000-2001 a 5.2 millones de jóvenes en el ciclo escolar 2022-23, en todas las modalidades. Esto quiere decir que, en estos años, anualmente se incorporaron a este nivel educativo unos 160 mil alumnos en promedio, gracias a lo cual la cobertura de educación superior pasó del 32% al 42%, una cifra por debajo del promedio en América Latina (50%). Buena parte del incremento de esta cobertura ha sido posible por la incorporación de segmentos de menores ingresos y el fortalecimiento de las modalidades no escolarizadas.
Es evidente que en esta expansión han contado, entre otras cosas, la transición demográfica, un mayor gasto tanto público como privado, y el crecimiento de las clases medias, todo lo cual son buenas noticias.
Sin embargo, iniciamos el siglo XXI en medio de lo que parece ser una cierta disfunción entre la composición de la oferta de educación superior y la naturaleza de lo que demanda, en un sentido integral, el desarrollo del país. Esto se deriva en parte de que la modernización, diversificación y apertura de la economía mexicana han transformado la estructura industrial, manufacturera, urbana y de servicios del país, hasta convertirla en una de las más sofisticadas y complejas de América Latina.
Algunos indicadores en materia de empleabilidad de los egresados, retornos financieros de la educación y capacidades base exhiben brechas que indican que la sola obtención de un título universitario no garantiza automáticamente movilidad económica y social relevante.
De hecho, las brechas entre el perfil de los egresados y las necesidades específicas de los empleadores podrían aumentar en al menos 8 de los 16 principales sectores económicos en los siguientes años, de acuerdo con un estudio de INDRA. Es urgente entender el nuevo modelo de la educación superior en México, en función de su aportación a la formación de talento, bajo las actuales tendencias que prevalecen en el país y en el mundo. Veamos.
En primer término, la gente irá a donde haya trabajo y el trabajo se moverá hacia donde encuentre personas con las calificaciones y competencias necesarias. La población rural sigue migrando a las ciudades en busca de trabajo y oportunidades de vida; el crecimiento de la población, por su parte, continuará con una tendencia positiva durante unos años con sus consecuentes efectos sobre los servicios, el trabajo y el consumo.
En segundo lugar, el aumento en la esperanza de vida es cada vez más acentuado. Este indicador, que en el periodo de 1975-1980 era de 62 años, aumentó a 71 años promedio en 2010-2015, y se estima que en 2050 llegará a los 77 años en el país. Esto significa que la edad de retiro de las personas que trabajan se extenderá unos años más, lo que, junto con otros factores, como la automatización de algunos procesos productivos o la crisis de las pensiones, reduciría eventualmente el número de nuevos empleos.
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Una tercera tendencia es que la generación, transmisión y adquisición de conocimiento han dejado de ser lentas, escasas y estables. Hasta 1900, el conocimiento humano se había duplicado aproximadamente cada siglo. Hoy, en promedio, el conocimiento humano se duplica cada 13 meses, aunque diferentes tipos de conocimiento cambian más rápidamente. Esto introducirá una enorme presión en el diseño conceptual y la estructura curricular de las carreras y especialidades, pues el conocimiento se volverá obsoleto en menor tiempo del habitual.
Finalmente hay una transición del empleo en las economías del conocimiento que hace que, según la OCDE, 8 de cada 10 nuevos empleos se estén generando en campos que tienen un componente importante de innovación, y de mediano o alto valor agregado. En suma, han surgido nuevos dilemas para las universidades y tecnológicos respecto de su papel en el siglo XXI. Hay tres de especial interés.
En primer lugar, la tasa de desocupación entre los egresados parece crecer. El financiamiento destinado a la educación superior es similar al de otros países que reportan mejor desempeño, y el acceso a la educación superior, como criterio general, no parece haberse traducido en una mejoría significativa en la calidad de vida de los egresados.
Por ejemplo, conforme a la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo del INEGI, del tercer trimestre de 2023, la tasa de desocupación se ubicó en 2.7%, una proporción ciertamente menor a la de otros países. Sin embargo, al desagregar la composición de la población desocupada por nivel de instrucción, el 30% cuenta con estudios de tipo superior.
La explicación a este fenómeno no es sencilla. Es posible que el incremento acelerado en la oferta de egresados de disciplinas no demandadas por el mercado laboral o la baja calidad de sus competencias base estén dificultando su inserción eficiente a los empleos relacionados con su carrera y, si lo hacen, el salario de entrada es muy poco competitivo o el empleador está en un sector de baja productividad.
Cualquiera que sea la mejor hipótesis, el resultado es el mismo: hay una desconexión entre la oferta y la demanda de egresados. Esta situación es una clara advertencia, ya que de continuar la precarización del empleo será mayor el costo que el beneficio de haber estudiado una carrera —al menos desde el punto de vista estrictamente salarial— y la productividad seguirá siendo modesta.
En segundo lugar, el financiamiento destinado a la educación superior es similar al de otros países que reportan un mejor desempeño. México gasta mucho en educación, pero de manera ineficiente. En las últimas dos décadas, el gasto educativo público y privado ha aumentado de manera importante y consistente, tanto en términos absolutos como en proporción del PIB.
Desafortunadamente, cuando se contrastan los niveles de crecimiento, el ingreso de las personas, la productividad laboral, las mediciones educativas internacionales y, en general, la competitividad del país, hay pocas evidencias de que la mayor aplicación de recursos a la educación haya tenido una incidencia significativamente alta. En consecuencia, quizá la clave no sea gastar más sino invertir mejor, hacer más eficiente la gestión y optimizar los recursos adicionales.
Por último, a pesar del aumento de la oferta y de los campos de formación, México tiene un bajo impacto en actividades de investigación aplicada y de calidad, en innovación y en desarrollo científico y tecnológico. Este hecho probablemente explique el insuficiente posicionamiento de las instituciones educativas mexicanas en las clasificaciones internacionales que evalúan las capacidades de investigación. Dicho de otra forma: ninguna universidad mexicana aparece entre las primeras 10, 20 o 50 mejores del mundo.
Se entienden, ciertamente, las distintas vocaciones y acentos de las IES, las asimetrías entre unas y otras, los diferentes entornos y niveles socioeconómicos a los que sirven.
No hay que subestimar la dimensión de los cambios que parecen definir nuestra época, porque en los próximos años el crecimiento sostenido de nuestra economía dependerá de la mayor productividad y competitividad que logremos como país y de la transición hacia una economía basada en el conocimiento. No hay de otra.
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