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¿Es relevante negociar en política?

Colaborador: Otto Granados Roldán

El Pacto por México ha sido motivo de atención, incluso fuera de México, pues ha ofrecido la posibilidad de poner en práctica un estilo, de hecho una metodología para negociar una agenda y unos intereses, en ambos casos legítimos, cuando se trata de políticos y de poder.

Por: Otto Granados
Profesor del Tecnológico de Monterrey

En los últimos años, la política mexicana se ha movido entre dos pistas y dos velocidades. Unas tienen que ver con la capacidad de procesar las tensiones a la que los actores nacionales se han tenido que ir acostumbrando en particular porque muchas de las materias que están en sus competencias son de carácter federal y, por ende, mucho más complejas. Otras, las del nivel estatal, en cambio, siguen siendo administradas por alcaldes y gobernadores a la antigua, es decir, básicamente con saliva y pulque como solía advertir un viejo gobernador tlaxcalteca.

Quizá por ello, la experiencia del llamado Pacto por México ha sido motivo de atención, incluso fuera de México, pues ha ofrecido la posibilidad de poner en práctica un estilo, de hecho una metodología para negociar una agenda y unos intereses, en ambos casos legítimos cuando se trata de políticos y de poder. Veamos.

Desde que en 1997 el PRI perdió, por vez primera en su prolongada condición de partido gobernante, la mayoría legislativa, México entró en una fase de estancamiento político que impidió procesar algunas de las reformas estructurales que requería para modernizar su arquitectura institucional y la productividad de su economía, en otras palabras, para crecer.

Para finales del siglo pasado, buena parte de la fisonomía política y económica mexicana había cambiado claramente. Del régimen hegemónico transitó hacia la alternancia y la normalidad democráticas; de economía cerrada pasó a ser uno de los países con mayor grado de apertura e inserción internacional (más del 60% de su economía) y de las frecuentes crisis cambiarias de los años setenta, ochenta y noventa, se volvió un ejemplo de estabilidad macroeconómica. Sin embargo, esos progresos no derivaron en un alto crecimiento ni en un régimen político más eficiente. ¿Por qué?

Las razones son varias, pero políticamente se condensan en el hecho de que, como observó el legendario Maurice Duverger, “del mismo modo que los hombres conservan durante toda su vida la huella de la infancia, los partidos sufren profundamente la influencia de sus orígenes”. Dicho de otra forma: cuando el PRI deja el poder, en el año 2000, carecía de la experiencia de ser oposición, algo que es muy normal en democracias más antiguas, y las oposiciones, por su parte, al asumir el poder, no tenían la experiencia de gobierno a escala nacional ni sabían exactamente qué querían hacer desde la presidencia. En ambos sectores, naturalmente, el entrenamiento necesario para negociar en un entorno inédito con sus nuevos adversarios era ciertamente escaso o prácticamente nulo.

Quizá por ello, las elecciones de 2012 crearon incentivos favorables. Como en política la virtud suele ser hija de la necesidad, todos los actores, tanto Enrique Peña Nieto y el PRI, que recuperaron la presidencia, como los otros dos partidos principales, PAN y PRD, encontraron un esquema más funcional para organizar el diálogo y procesar sus diferencias. 

La primera necesidad fue la exigencia ciudadana de que pudieran alcanzar acuerdos sobre las cuestiones que realmente importan a la gente: mejorar la educación, vigorizar la economía y disminuir las inequidades. La segunda era de sentido común: ningún partido por sí solo tiene mayoría en el Congreso para sacar adelante reformas de ley ni constitucionales. Si bien es cierto que el PRI duplicó su votación respecto de 2006 (tuvo unos 9 millones más), que el PAN perdió 2.5 millones en relación a sus rendimientos electorales de la elección pasada y que el PRD superó su techo electoral de 14.7 millones de votos, ninguno de ellos se alzó como el gran ganador parlamentario. El PRI sacó 208 de 500 diputados y 53 de 128 senadores. Y la tercera era la convicción de que, para superar la parálisis de los últimos años, era indispensable ir de la lógica del enfrentamiento y del conflicto a la lógica de la cooperación y la negociación.

En ese contexto, los equipos de transición del presidente electo, y en varias ocasiones el propio Peña Nieto, y de los partidos, trabajaron intensamente para sustanciar ese diálogo. Reconocieron las diferencias ideológicas y de criterio originadas en las distintas perspectivas de cada organización y que por supuesto no pretendían ser eliminadas, pero coincidieron en lo urgente de llegar a acuerdos para avanzar. Así nació el Pacto por México, anunciado al país al mismo tiempo en que entraba el nuevo gobierno.

Ahora bien ¿el Pacto modifica por completo los hábitos estructurales y las costumbres de la política mexicana? Por supuesto que no, pero al menos parece estar resultando útil para producir arreglos sobre temas muy relevantes. Ese mecanismo no es un pacto de legislatura, como existen en regímenes parlamentarios. Es un acuerdo político de voluntades, de buena fe, flexible y de confianza, negociado y construido entre tres partidos que representan más del 95 por ciento del electorado. Incluye 95 acuerdos muy concretos y específicos en temas sociales, económicos y políticos, y su operación está a cargo de un consejo rector integrado por el propio gobierno del presidente Peña y los líderes de los partidos. Hasta ahora, el Pacto ha logrado ya la aprobación de reformas de gran calado para México en materia laboral, educativa y de telecomunicaciones, e iniciado negociaciones para otras cuatro: financiera, energética, fiscal y política. 

¿Está todo hecho? No. Cabe recordar que el Pacto por México es solo un medio y no un fin, que la instrumentación de las reformas es compleja y gradual, y que en 2014 y 2015 hay elecciones estatales y legislativas que reconducirán a los partidos al terreno de juego de la disputa electoral y no de la colaboración política, algo perfectamente explicable en un sistema de democracia representativa donde periódicamente se lucha por el poder con un lápiz y una boleta.

Lo relevante, en todo caso, es que se cumplan los acuerdos estratégicos establecidos en el Pacto, porque esos son —productividad, educación de calidad, mercados económicos más competitivos— los que le importan a una sociedad que quiere crecer.

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