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¿Es la educación indispensable para el empleo?

El pensamiento convencional dice que la educación y la cultura son los fundamentos más importantes para el desarrollo civilizado y armónico de una sociedad; pero una rápida mirada a lo que pasa en el México de estos días podría no sólo resultar frustrante, sino también profundamente desalentador para aquellos que aún confían en dicha afirmación. A contracorriente de ese pesimismo, la educación, sin embargo, es crucial para el país.

Veamos parte del contexto actual: un gobierno demasiado incompetente; una discusión pública reducida al autoritarismo prevaleciente; la pretensión de volver a un modelo de desarrollo propio del siglo pasado y funcionarios empeñados en probar que, en materia de competitividad y crecimiento, mientras peor, mejor. Es natural, pues, con este panorama, que se produzca una confusión enorme cuando se analiza la pertinencia de la relación entre educación y empleo.

El problema fundamental es que, por un lado, la información que las instituciones de educación superior dan a los estudiantes acerca del complejo universo educativo y laboral con el que se van a encontrar en la sociedad adulta es aún insuficiente y poco motivadora y, por otro, existe el temor natural a que, con los vertiginosos cambios de la economía y del conocimiento, se pueda caer en el riesgo de estar “sobrecalificado” y, en consecuencia, reducir las posibilidades de un desarrollo profesional satisfactorio. En cualquier caso, casi todo parece indicar que la educación nunca será una mala inversión y que la buena formación puede aumentar las probabilidades de éxito. ¿Por qué?

Hay algunas tendencias inequívocas en la actualidad: somos más habitantes, la población en edad de trabajar está creciendo, el conocimiento se multiplica a una velocidad asombrosa y el trabajo está cada vez más relacionado con los sectores asociados al conocimiento.

En 2050, México contará con unos 148 millones de personas cuya esperanza de vida será de 80 años y la población tendrá para entonces una edad media de 37 años, es decir, una mayoría económicamente activa. Desde ahora, el conocimiento se está duplicando cada cinco años y eso obliga a que la selectividad y la especialización se vuelvan claves para competir. En paralelo, la economía está transitando a un modelo en el cual ya no son los bienes tradicionales –edificios, máquinas, tierra- los importantes, sino que el valor agregado radica ahora en el grado de conocimiento invertido en toda actividad productiva. Por lo tanto, si la competencia en el mercado laboral es mayor y si la economía va hacia los sectores del conocimiento, el margen de colocación y éxito serán más altos para quienes se especialicen en las áreas que la economía demanda.

Ahora bien, si esas son las condiciones reales que prevalecen en el mundo educativo, laboral y económico, ¿cuál es la mejor manera de enfrentarlas si se quieren incrementar las posibilidades de tener un desarrollo personal y profesional razonablemente exitosos? En estricta lógica y aunque la evidencia empírica es insuficiente, el sentido común sugiere que mientras mejor preparados, más competitivos; pero conviene identificar otras variables.

La primera es que, a diferencia del pasado, ahora es indispensable una “educación a lo largo de toda la vida”. Es decir, las generaciones anteriores hacían el bachillerato, y quizá una licenciatura, y jamás volvían a pararse en la escuela. Si recordamos la velocidad a la que el conocimiento circula ahora, es indispensable asumir que las personas tendrán que hacer varios programas académicos durante su vida productiva, e incluso en distintas especialidades.

La segunda es que la educación también se devalúa; es decir, si antes bastaban ciertos años de educación para tener determinado ingreso, hoy se requieren más para lograr el mismo nivel, entre otras cosas porque la oferta de grados educativos se amplió, más personas tuvieron la oportunidad de obtener alguno de ellos y se producen más egresados en general.

Y la tercera es que el “umbral educativo” ha subido consistentemente; en otras palabras, el número de años de estudio necesarios para conseguir una ocupación que asegure un nivel de vida adecuado es mucho mayor que en el pasado.

Si hasta aquí la conclusión es que sí vale la pena educarse más, entonces las preguntas adicionales son: ¿cuándo? ¿en qué? ¿dónde? y ¿con qué? Para empezar, en México la proporción de egresados de una licenciatura que hace un posgrado es reducida –uno de cada diez– y la relación de quienes obtienen un doctorado comparado con quienes lo alcanzan en otros países suele ser de 1 a 5, 10 y hasta 45 veces más baja en nuestro país. Estas cifras dan idea del grave déficit en la formación de estudiantes especializados.

En general, a estas alturas la gente hace una maestría a edades muy variadas, pero lo recomendable es que, si al término de la carrera ya se sabe en qué hacerla y el estudiante tiene las posibilidades económicas y de tiempo, entonces pasar al posgrado de inmediato hilvana muy bien con el ritmo de la licenciatura. La elección de la especialidad como de la institución son clave. Lo razonable es que el estudiante ponga en la balanza aquello hacia lo que siente mayor predilección, las habilidades y aptitudes que posea, y la demanda que puede tener esto en el mercado laboral. Una evaluación basada en estas tres condiciones seguramente permitirá una decisión mejor fundada.

En conclusión: si se es consciente de la complejidad del mundo educativo, laboral y profesional del siglo XXI y si se quiere competir en él con las mejores herramientas, la educación sofisticada y de alto nivel no debe ser ya una elección, sino una decisión automática y natural.

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