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Elecciones, ¿qué se juega?

Cuando este número de Líder esté en circulación, México estará en el centro de una decisión crucial para su próxima década. Por muchas razones, esta jornada es tanto interesante como impredecible y, sin embargo, ello no excluye la conveniencia de tratar de examinarla con alguna perspectiva más detallada.

Si hoy las elecciones razonablemente competitivas y legales son ya parte natural del pasaje político mexicano, ¿cuál es el significado real y qué es lo que se puso en juego en las del 1º de julio? La característica más inmediata es que han sido campañas y elecciones, en alguna medida, esquizofrénicas, en donde ha prevalecido todo, menos la cordura, la razón y la información. Se entiende en un país tan surrealista como México. Basta ver tres o cuatro casos de personas de Aguascalientes, que nada han aportado a la vida de la comunidad, que de pronto aparecieron haciendo gala del mayor oportunismo en eventos de candidatos con los cuales, hasta hace poco, jamás habrían congeniado.

A este escenario, además, habría que añadir la composición de las cámaras. No está claro aún el número de legisladores que tendrá cada partido y cabe recordar que hay candados para que nadie se lleve todo; pero de cualquier forma, este año tendrá la peculiaridad que quien gane la presidencia tendrá que gobernar con unos 20 estados de oposición. Los respectivos gobiernos colocados en esta tesitura deberán elegir entre tres opciones: allanarse y entregarse al nuevo gobierno federal, oponerse categóricamente a todo, o bien, una combinación de todo ello. Mientras eso pasa, habrá tensiones relevantes.

En segundo lugar, si algunas encuestas recientemente publicadas anticipan, más o menos, lo que va a suceder, tendremos un escenario atípico que podría ser electoralmente positivo para alguien, pero políticamente se convertirá en un regalo envenenado.

¿Por qué? Para empezar, el nuevo pretextará el resto del sexenio que, al no contar con el apoyo de los estados, le será imposible cumplir con su programa y sus promesas, y tratará de endosar a ese factor todas las desventuras que ocurran  -recesión, desempleo, cancelación de reformas estructurales, crisis del campo, etcétera- en la segunda mitad del periodo. Después, como la victoria tiene muchos padres, la poliarquía al interior de los partidos tenderá a agudizarse ante la falta de un nuevo sistema de reglas del juego y, por lo tanto,  será  difícil encontrar formas de regular y canalizar las tensiones,  creando con ello el riesgo de fracturas y conflictos.

Algunos partidos, en tercer lugar, probablemente aumentarán su votación, pero en un porcentaje menor a lo que algunos suponen y quizá lejos, incluso, del 3 por ciento. De ser así, las tribus internas de los partidos perdedores trabajarán para mostrar que el capital de quien gane en la presidencial no supone una dimensión nacional e intentarán operar como una cierta bisagra en las decisiones legislativas.

Por otro lado, las cifras disponibles no auguran buenos tiempos para la mayoría de los nuevos partidos; pero es predecible que si desde el punto de vista político la aventura es fugaz para varios de ellos, en términos económicos habrá sido un negocio rentable.

Ahora bien, más allá de las ganancias electorales de cada partido, hay dos aspectos igual o  más importantes que estas elecciones pondrán de manifiesto. Uno es identificar qué tan selectivo se ha vuelto el votante y el otro es el destino previsible de las reformas de estos años.

Uno de los hallazgos clave de la llamada transición es la convicción, cada vez más extendida, de que un desarrollo integral sostenido del país pasa necesariamente por contar con una ciudadanía de alta intensidad; en otras palabras,  una ciudadanía razonablemente responsable, participativa y respetuosa de la ley. Se supone que una sociedad así se forma, entre otras cosas, a partir de mejores niveles educativos y medios informativos de mayor calidad, gracias a lo cual, aun cuando en todas partes el voto tiene siempre un ingrediente emocional y subjetivo relevante, se vuelve  ligeramente más rigurosa y toma decisiones mejor fundadas.  Y se entiende que, tras la “liberación democrática” del 2000 tan ruidosamente festejada, la ciudadanía mexicana ha llegado a la edad adulta. Pero cuando ese electorado es quien escoge mal, es síntoma de que algo –y grave- está fallando en el proceso de mejoramiento de la cultura cívica mexicana, y en ello tienen los medios de comunicación una clarísima y directa responsabilidad.

La otra incógnita son las reformas estructurales. Nunca se había hablado tanto de ellas, nunca habían estado más reales y nunca habían sido tan urgentes. Si en la integración de las cámaras nadie obtiene una amplia mayoría, si inmediatamente después de julio los partidos arrancan sus preparativos para las siguientes nominaciones presidenciales, y si la interlocución entre el ejecutivo y el legislativo sigue siendo uno de los grandes faltantes de la vida política, entonces el país entrará en un letargo. ¿Cómo despertar? A ciencia cierta no hay una receta rápida o segura, pero quizá ese gradualismo –tan lento para algunos- sea, como la juventud, una enfermedad que se cure con el tiempo.

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