Posiblemente desde los años setenta, Aguascalientes ha tenido una institucionalidad cultural muy relevante, entendida esta como una acción del gobierno en favor de la divulgación y la promoción de las artes en general, así como una infraestructura destacable —salas de conciertos, museos, teatros, auditorios, talleres, edificios históricos, etc.— en relación con el tamaño de su población y territorio.
Cada gobierno ha agregado valor en ese aspecto, y la entrada de una nueva administración es buen momento para reflexionar, en un contexto de cambios, sobre lo que debiera ser el papel del Estado como gestor cultural y producir a través del Instituto Cultural de Aguascalientes una política mucho más moderna y más acorde con las características del siglo XXI.
Partamos de varias preguntas: ¿debe el Estado, con mayúsculas, tener eso que se llama “política cultural”? En caso afirmativo, ¿cuál debe ser?
Planteado de otra forma: ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de cultura? ¿Es una cuestión de alta cultura, de cultura selectiva, de cultura popular, de refinamiento estético o de élites? ¿O en realidad pensamos en una política cultural entendida como “fomento” de las artes, apoyo a los nuevos creadores, mecanismo de vinculación política con creadores, escritores y artistas, ornamento intelectual del teatro público, parte de los atractivos turísticos del estado o desarrollo de infraestructura? O bien, nos referimos al papel del Estado como editor de libros y productor cinematográfico o como mecenas, entre otras cosas? En síntesis ¿una política cultural, en caso de haberla, trata de todo esto? Esta es una forma de enfocar la cuestión.
Pero hay otra, más racional y eficiente, que consistiría en evaluar el impacto de esa actividad cultural. Entonces, las preguntas son distintas. Por ejemplo, ¿cómo medir los efectos de la política cultural? ¿Qué tan relevante es su impacto económico, como lo ha intentado hacer el INEGI con la Cuenta Satélite de la Cultura en México,que ya para 2020, incluso con pandemia, representaba 2.9% del PIB nacional?
¿Podemos aproximarnos a ella, si fuera pertinente, a través del número y la calidad de los premios que reciben nuestros creadores, por la cantidad de obras que producen, por el tiraje de las revistas, por el consumo de libros, la asistencia de personas a museos, cines o teatros, las visitas en las páginas de internet de sitios culturales y poco más?
En conclusión: ¿tiene alguna función el Estado en la actividad cultural? Desde luego que sí; lo importante es que su diseño y formulación sean lo suficientemente adecuados para garantizar una organización y funcionamiento muy efectivos.
Es indispensable resolver algunos dilemas que faciliten la modernización y la consolidación de una política cultural estatal y del ICA. Uno es mejorar su gobernanza; la arquitectura normativa y administrativa del sector público es complicada; además la asignación de recursos para la cultura suele no estar en las prioridades presupuestales.
¿Cómo conciliar el cumplimiento cabal y puntual de su misión con las demandas de la comunidad cultural y de la porción de la sociedad interesada en la cultura?
Podría explorarse una gobernanza mixta, donde, cumpliendo con la normatividad aplicable a cualquier dependencia, exista mayor participación social o privada en su junta directiva y darle mayor capacidad de decisión en materia de algunos nombramientos, líneas de acción, asignación de fondos, o programas. En suma, que, siendo un organismo público, sea también altamente representativo, genere buenas decisiones y se conduzca con total transparencia.
Un segundo dilema puede formularse así: puede ensamblarse una dependencia muy eficaz, con órganos de gobierno bien integrados, con gente de elevado reconocimiento cultural y solvencia intelectual, pero ¿para qué?
No puede ser para filias o fobias ni de las élites políticas ni de las capillas culturales ni para satisfacer los caprichos y malos gustos de quienes estén en el poder en un momento determinado. Bueno, ¿entonces para qué? No existe una sola respuesta.
Por un lado, cabe distinguir entre política cultural y actividad cultural. Por otro, como Marc Fumaroli advierte, habrá que evitar una dependencia “que se arrogue el papel de guía cultural, promotor del arte de vanguardia y árbitro del gusto”, o que se erija contra la improvisación, el despilfarro, la burocratización, el patrimonialismo y el clientelismo en las artes y las letras.
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Con esas precauciones, surgen algunas ideas mínimas: el ICA debe concentrarse en unos cuantos ejes de trabajo, muy específicos y que haga muy bien. Por ejemplo, entre otras cosas:
- Incrementar, modernizar y enriquecer la infraestructura cultural. Diseñar, formular e instrumentar una actividad cultural que ahora se centre en los nuevos medios audiovisuales, digitales y tecnológicos.
- Proteger y ampliar el patrimonio artístico, arquitectónico, museístico del estado.
- Diversificar, en términos de calidad, la oferta cultural.
- Acompasar en la medida de lo posible la esfera de la gestión y la promoción cultural con la esfera de la educación formal y el sistema escolar
- Difundir el acervo cultural del estado.
El tercero: ¿debe el Estado financiar directamente todo o a todos los creadores para que se considere que cumple su responsabilidad cultural? Por supuesto que no.
Hay quienes confunden talento con presupuesto, disciplina con subsidios, creatividad con becas. Es parte de la cultura clientelar del país y de la cual muchos intelectuales y académicos son emblemáticos; pero el Estado no es responsable de hacer cultura, ni de producir genios, ni de descubrir artistas.
En todo caso, el Estado debe crear las condiciones básicas para que los creadores desarrollen su propio talento, produzcan su trabajo con la mayor calidad y sea el público el que decida si le gusta o no (y, en consecuencia, tengan éxito o no).
A estas alturas, es irrelevante suponer que depende de los gobiernos el éxito de los artistas.
Lo que sí puede hacer es asegurar que los distintos procesos y facultades que corran a través de una institución especializada (en este caso el ICA) cuenten con participación rigurosa, asesoría exigente, criterios de selección objetivos y un monitoreo externo —de suerte que las decisiones que se tomen sean las mejores y se produzca una asignación muy transparente de los recursos públicos—.
La llegada de un nuevo gobierno es una excelente oportunidad para una evaluación rigurosa de la actividad pública en este campo. Así se podrá definir qué objetivos se quieren alcanzar, trazar un claro mapa de navegación y generar un mejor funcionamiento.