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El Santo Cristo del atentado

Por Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el fin del Imperio Azteca”; “Santa Anna y el México Perdido”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Juárez ante la Iglesia y el Imperio” y “Kuntur el inca”.  Facebook @alejandrobasanezloyola

Regino y Cintia llegaron puntuales a la primera misa aquel lunes 14 de noviembre de 1921. Dentro de la Basílica de Guadalupe se congregaba la gente que había participado en la eucaristía de bienvenida del canónigo Antonio Castañeda. Dentro del sagrado templo, el coro inundaba con sus cantos celestiales el magno evento.

Un agradable aroma a cera y flores inundaba el ambiente. El presbítero Antonio Castañeda iba y venía, saludando y cruzando palabras con todos los feligreses que querían estar con él, al menos por unos minutos. Regino, sentado junto con Cintia en una de las bancas más cercanas al atrio principal del templo, contemplaba extasiado la imagen celestial de la Guadalupana.

—¿Cómo es posible que desde 1531 ese ayate con la imagen de la Madre de México haya estado ahí, y trescientos noventa años después sigue ahí, intacto y majestuoso como siempre, cuidando celosamente de sus hijos? —comentó en voz baja Regino a Cintia, mientras la tomaba de la mano al contemplar a la santa imagen en el atrio. La música del órgano y los coros celestiales engrandecían el momento.

Al lado de Cintia se encontraba el ramo de frescas flores que en unos segundos colocaría frente a los pies de la sagrada imagen. El padre Castañeda andaba en otro lado de la iglesia y ese era el momento de situarlas.

Un hombre delgado de escasos treinta años, vestido de overol de obrero, con el cabello encrespado del color de una zanahoria, llamó su atención al acercarse al atrio para colocar un vistoso ramo. Regino notó que el individuo depositaba el jarrón de porcelana con las flores, tardándose algunos segundos en acomodarlas, como si estas estuvieran amarradas de los tallos; además de olvidarse de hacer una reverencia a la santa imagen, al poner sus ordinarios pies sobre el presbiterio. El pelirrojo se alejó del atrio sin siquiera arrodillarse un poco en señal de respeto.

Cintia tomó su ramo y se incorporó para ir al altar a depositarlo frente a la sagrada tilma. Regino la miró mientras se levantaba, cuando una voz de mujer en su cerebro le gritó “¡No se muevan de ahí!”. Regino la tomó del brazo y la sentó de nuevo junto a él. 

 —¿Qué pasa? ¿Por qué me sientas de nuevo? —cuestionó Cintia, sorprendida.

 —No lo sé, Cintia. Una voz me…

Un impresionante estallido se escuchó en el atrio del templo, haciendo estremecer a todos los presentes. Una bomba había estallado en el presbiterio con la intención de desaparecer entre escombros y fuego a la Santa Patrona de México. 

El pánico y la sorpresa se apoderaron del sagrado lugar. Una inmensa humareda cubría el sitio donde ocurrió la explosión. El aterrado canónigo Antonio Castañeda se paró frente a la espesa nube gritando angustiado:

—¡Una bomba ha destruido el ayate!— Se miraron consternados. Cintia sabía que Regino la había salvado de una muerte segura; Regino que había sido la virgen la que oportunamente le había gritado en su mente que no se movieran de donde estaban. 

 —¡Me salvaste la vida, Regino! Esa bomba me hubiera destrozado en el altar.

—No, Cintia. Fue nuestra Santa Madre de Guadalupe la que te salvó, yo sólo fui su instrumento.

La densa nube de humo finalmente se disipó, dejando a todos los consternados feligreses asombrados al ver que el cuadro de la virgen estaba intacto. Ni siquiera el cristal que la cubría se había quebrado, mientras que a sus pies todo era escombros y destrucción. Sobre el presbiterio había jarrones de porcelana hechos añicos, restos de tallos y flores, pedazos de mosaicos de mármol, pequeñas copas de latón abolladas y dobladas,y lo más notorio: un crucifijo de casi un metro de alto doblado en forma de s, como si estoicamente hubiera absorbido todo el estallido para salvar a su madre del cobarde atentado.

El grito de “¡agárrenlo!”, los sacó de sus cavilaciones. Rumbo a la puerta del templo corría un grupo de personas tras el cobarde agresor. Lo atraparon en la entrada. El pelirrojo del overol nuevo, aun con una de las etiquetas de compra adheridas a la mezclilla, trataba de zafarse ante el inminente linchamiento de los iracundos devotos que estaban dispuestos a matarlo a golpes por haber atentado contra la Santa Madre de México. 

—¡Desgraciado! —gritó una mujer al arrancar un rizo color canela de la cabeza del cobarde agresor.

—¡Mátenlo! —gritó otro, tratando de ahorcarlo.

—¡Déjenlo! —gritaron unos policías, que oportunamente aparecieron en el atrio para salvarlo de la segura ejecución..

Aquel insensato fue sacado del sitio del atentado y llevado a empellones a un lugar seguro donde sería interrogado, o más bien protegido; ya que después se sospecharía que era un obrero de la CROM mandado por Morones en contubernio con Obregón. Nunca se volvió a presentar en público y nadie sabe quién era o qué fue de su paradero. Algunos testimonios argumentaban que era un tipo llamado Luciano Pérez, otro que un tal Juan Esponda; la verdad es que nunca se conoció su identidad por estar protegido por las autoridades. 

Algunas versiones del clero aseguraban que Obregón en su primera visita a la capital en 1915 había dicho sobre la imagen de la tilma que la arrancaría de su cuadro y la utilizaría para limpiar a su caballo. Todo lo que hizo en aquella visita en la que denigró y humilló a los padres se usó en su contra. Los sacerdotes no olvidaban aquella penosa revisión médica en la que una gran parte de ellos resultó con enfermedades venéreas.

El siguiente viernes 18 los católicos decretaron día de luto nacional por el cobarde atentado contra la Patrona de México. Guardias de seguridad reforzaron la vigilancia sobre la sagrada imagen al pie del altar con los Caballeros de Colón, las Damas Católicas y otras agrupaciones religiosas. Una impresionante manifestación con estandartes de la virgen se llevó a cabo frente a la Catedral Metropolitana donde se ofreció un Te Deum. El comercio cerró y miles de puertas y ventanas ostentaron un moño negro en señal solidaria de duelo. 

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