Por Antonio Martín del Campo
La convicción de que el espíritu emprendedor crea empleos y produce crecimiento económico se ha fortalecido profundamente por medio de estrategias que impulsan políticas y programas. En gran medida, esas políticas y programas están diseñadas para facilitar y fomentar la creación de negocios y el crecimiento temprano de estos, cada vez más en el contexto de un ecosistema empresarial.
La evidencia de esta actividad se ve en el número creciente de programas de fomento de startups en todo el mundo, ya sea por medio de universidades, gobierno, organizaciones de iniciativa privada, asociaciones, entre muchos otros.
A pesar de esta creencia, cada vez más sostenida, y de la considerable inversión pública y privada en una gran cantidad de nuevos programas de riesgo, existe poca evidencia que respalde la conexión entre las empresas de nueva creación y el crecimiento económico. De hecho, algunas pruebas apuntan en la dirección opuesta: la actividad de inicio a menudo se correlaciona negativamente con la supervivencia y la competitividad regional. En resumen, si bien la creación de startups tiene un atractivo importante, una parte esencial en la combinación de políticas debería centrarse en la rápida expansión de los negocios de todos los tamaños y sectores, si de verdad se quiere impulsar el desarrollo económico de manera eficiente y efectiva.
Muchos líderes en América Latina promueven el espíritu empresarial como «autoempleo» y hablan regularmente de empresas emergentes, disruptivas, pequeñas o micro. Por eso, no es de extrañar que un artículo reciente del Banco Mundial sobre América Latina lamente que la falta de innovación de los empresarios frene la creación de empleos de calidad. Incluso instituciones respetadas como el Banco Mundial confunden a los pequeños negocios, la innovación y el crecimiento.
En realidad, algunos de estos «emprendimientos» se contradicen entre sí: la investigación muestra que las grandes firmas, no las pequeñas, son más innovadoras.
En un ecosistema que se ha vuelto experto en vanagloriarse, coludido con la exageración de los medios de comunicación que publicitan a los «nuevos negocios disruptivos» como concepto coherente, debemos entender que estos simplemente no producen los bienes ni el valor a largo plazo.
Según un informe del Foro Económico Mundial de 2015, los países altamente competitivos tienen menos actividad en el lanzamiento de firmas, no más; mientras que los países latinoamericanos, en particular, brillan en la creación de nuevas empresas, pero carecen de brillo cuando se trata de competitividad.
No son los proyectos empresariales nuevos lo que importa, sino el crecimiento, puesto que es éste el que genera impacto en el desarrollo económico de las regiones, son las llamadas empresas de alto impacto. Es por ello que las inversiones en programas y políticas deben enfocarse a fomentar no sólo el emprendimiento, sino también la profesionalización e institucionalización de los negocios ya existentes o la innovación dentro de estos.
El emprendimiento real empieza cuando se genera una empresa, y una definición muy buena de esto es la siguiente frase: «Algunas empresas no tienen una propuesta de valor única que sea escalable, por lo que nunca tendrían éxito [si crecieran], porque la empresa se basa en el talento del empresario, y ese talento no puede transferirse a una empresa».
Si emprender se trata de tener un negocio y son estos los que generan valor, nuevos empleos y crecimiento económico, entonces se están tirando toneladas de dinero en Latinoamérica sobre las premisas equivocadas.
Es por ello que las inversiones, políticas y programas deben reenfocarse a lo que verdaderamente llevará al desarrollo económico y a la creación de empleos el día de mañana, y no únicamente al famoso emprendimiento de las startups.