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El martirio del beato Anacleto González

Por Alejandro Basáñez Loyola
Autor de las novelas históricas México en llamas, Tiaztlán. El fin del Imperio Azteca y México desgarrado de Ediciones B.

En el cuartel Colorado Grande de la ciudad de Guadalajara, el 1 de abril de 1927, cuatro prisioneros aguardaban su final a manos del general Jesús María Ferreira, jefe de las operaciones militares del estado de Jalisco.

—Cómo verás Anacleto González, o debo llamarte Eleuterio Martínez o José Camacho o Pepe Anguiano, los seudónimos por los que te atrapé, ya te cargó la chingada a ti y a tus compañeros. Te juro que antes de irte al hoyo me habrán dicho donde se esconde el arzobispo Orozco y Jiménez y sus cómplices —dijo Ferreira, caminado en círculo alrededor de los cuatro hombres.

Los hermanos Ramón y Jorge Vargas González temblaban como unos condenados. El otro preso, Luis Padilla, miraba con ojos desafiantes al general, que era famoso por la dureza misma de su metálico apellido.

—Pierde su tiempo, general. Yo no sé nada. Mi trabajo es servir a Dios y nada más.

Jesús María se acercó a él, se agachó y le escupió un gargajo verdoso con filamentos sanguinolentos, que se alojó en las pestañas del ojo izquierdo de Anacleto.

—Tu trabajo en los últimos meses ha sido sabotear el gobierno como líder de la Unión Popular, la ACJM y tu pinche periodiquito Gladium. Te has dedicado a presionar a los comerciantes masones y al periódico El Occidental hasta hacerlo tronar con tus malditos boicots económicos, que sólo desestabilizan al estado. Eres un hijo de la chingada subversivo que, en complicidad con el arzobispo Orozco y Jiménez y otros curas, has levantado un ejército de guerrillas contra el gobierno del señor Calles, y ese sí es señor, no el cabrón al que te encomiendas, que te juro no te salvará de que te arranque los huevos. Eres un pinche títere desechable del cobarde del arzobispo, que se esconde y jamás da la cara […]

Tras estas palabras, llamó a dos de sus hombres y les pidió que amarraran a Anacleto de los pulgares con dos delgadas y firmes cuerdas, y que lo sostuvieran colgando en el aire para que delatara el escondite del arzobispo.

—Si no eres pendejo, como se ve licenciado, dirás donde se esconde ese pinche perfumado del arzobispo. Daremos con él y te podrás ir unos días a la cárcel para tapar las apariencias con los gringos. Después dejaremos que te peles a los Estados Unidos y asunto concluido, san cabroncito.

—Le repito que pierde su tiempo, general. No sé nada ni diré nada.

Ferreira sonrió burlón y ordenó a sus hombres que jalaran las cuerdas para colgar al prisionero de la rama de un árbol. Al quedar colgando en el aire, los cordones, estirados al máximo, cedieron al peso del Mártir de Tepatitlán, amoratando en segundos sus pulgares. Con el correr del tiempo, los cordones se hundieron lentamente en sus carnes, arrancando un ahogado ah de dolor de su boca. Ferreira sonrió satisfecho y miró a los tres cómplices, horrorizados de contemplar el martirio de su maestro.

—Esto les tocará a ustedes al doble, hijos de la chingada, si su jefe no habla. Yo mismo me encargaré de que los cuelguen de los huevos.

Los ojos de Anacleto se congestionaron por el dolor. Su rostro ruborizado reflejaba el profundo dolor que sentía.

—Te estoy preguntando algo, cabrón. ¡Contesta!
—Cristo de veras sufrió en la cruz. Este dolor es nada comparado con el del Señor en el Gólgota. Tendrás que martirizarme más para recompensarme con lo que Dios tiene reservado para mí.

Un culatazo propinado por el general hundió la nariz de Anacleto como si nunca hubiera estado antes ahí. Una cascada roja empezó a escurrir por sus fosas nasales, manchando su blanca camisa.

—¿Dónde se esconde Orozco, cabrón?
—No sé nada. Dios es grande y está conmigo.

El siguiente culatazo destrozó sus labios y dientes, haciéndolo perder el sentido por unos segundos. Los pulgares cedieron ante el peso del mártir, descoyuntándose y quedando atrapados entre los cordones, mientras el cuerpo sin dedos caía pesadamente al suelo.

Jesús María esperó pacientemente diez minutos a que el preso se recuperara. Una cubetada de agua fría lavó levemente el rostro ensangrentado del licenciado, haciéndolo reaccionar de nuevo.

—Por los senderos del Señor caminaré para que me ilumine su luz— dijo con voz entrecortada el Mártir de Tepatitlán.

Pero, una brutal patada en los testículos ahogó sus palabras por varios segundos.

—Que caminar por los senderos de Dios ni que mis güevos. Yo me encargaré de que no camines más sino me dices donde se esconde ese pinche güerito del cura.

Los compañeros de Anacleto sollozaban ante el dolor de su maestro. Evitaban mirar para que Ferreira se olvidara de ellos y no los torturara.
—Cuando nos veamos en el cielo, yo intercederé ante el Señor para que lo perdone de todos sus pecados, señor— dijo, como recuperando fuerzas de la nada.

—Ya parece que yo voy a necesitar en el paraíso o en el infierno la ayuda de un pendejo como tú. ¿Pero quién chingaos te crees como para pensar que Dios va a estar a tu lado para que le pidas algo? Un pinche asesino, ladrón, facineroso y secuestrador como tú, jamás sería recibido por el Señor y si así ocurriera, ese cabrón no sería Dios, sino un puto impostor.

—Recibo con gracia este dolor que me envías, Señor. Sé que este dolor es necesario para mirar la luz de tu rostro. ¡Viva Cristo Rey!

Ferreira, fuera de sí, ordenó que dos de sus hombres desprendieran las plantas de los pies y las palmas de las manos de Anacleto con un cuchillo militar de mortal filo. Hasta este momento fue cuando el mártir gritó extrañamente, como si una extraña anestesia que lo protegía hubiera dejado de surtir efecto por algunos segundos.
—Ah, Señor… si este es el camino, pronto estaré contigo.

Yacía en el suelo sangrando de cara, manos y pies. Su cuerpo era una imitación, con sus debidas proporciones, del mártir del Monte Calvario. El general lo miraba con una extraña mezcla entre odio y admiración. «¿De qué está hecho este cabrón que aguanta todo?», pensó, mientras se llevaba la mano derecha a su barbilla en gesto de admiración.

—A ver si ahora que veas los cadáveres de tus primos no cambias de opinión, martircito de quinta. Pelotón, ¡fusílenme a estos cabrones!

Los hermanos Jorge y Ramón Vargas González, y Luis Padilla Gómez fueron puestos en el paredón a empellones.

—Que conste que a ustedes, pendejos de mierda, ni siquiera los despeiné. La tortura y la chinga sólo fue para este licenciado que se cree padre. A ver si ahora que los atraviese el plomo canta lo que el pendejo ha guardado en secreto por estúpido.

Cuando los tres prisioneros fueron puestos en el paredón, lloraron con resignación su suerte.

—Sean valientes que Dios ahora baja por ustedes— dijo su maestro, con voz entrecortada escupiendo el último diente que le quedaba del brutal culatazo propinado minutos atrás.

La descarga ensordeció momentáneamente el canto de los pájaros, indiferentes a esta tragedia humana, al grado de bajar, uno de ellos, junto a los cuerpos ensangrentados para recoger con su fino pico una pajita para su nido.

—Ahora te toca a ti martircito. En unos segundos sabrás que el tal Señor no existe y que fuiste un pendejo toda tu miserable vida.

Anacleto, acostado entre sollozos sobre la fría loza del patio, utilizó sus ensangrentadas manos para escribir: «Viva Cristo Rey. Muero por Cristo.» Una brutal patada en el rostro lo puso de bruces con el semblante irreconocible.

—Párenlo y prepárenlo para fusilarlo— ladró Ferreira con furia.

Como si extrañas fuerzas venidas del más allá energizaran al mártir de Tepatitlán, éste se incorporó por su propio pie, haciendo retroceder asustado al pelotón que procedía a levantarlo: era un rostro deforme empapado en sangre que luchaba por mantenerse en pie. Ferreira dio la orden de disparar y el pelotón intimidado no se atrevió a hacerlo.

—¡Disparen, hijos de la chingada!

Los soldados miraban horrorizados a Anacleto, como si vieran en él al mismo crucificado del Gólgota.

—¡Bola de putos! Yo mismo los pasaré por las armas por insubordinación.

Sacó su espada y sin contemplaciones atravesó el pecho de Anacleto hasta que la roja punta emergió por su espalda.

Como si un extraño ente se metiera en su cuerpo, antes de caer al suelo con el corazón partido, Anacleto gritó con voz ultraterrena:

—¡Yo muero, pero Dios ya está conmigo! ¡Viva Cristo Rey!

Como una extraña coincidencia, un remolino de tierra inició su vertiginoso viaje junto al cuerpo del Mártir de Tepatitlán, ante el rostro exangüe del general Ferreira.

*Fragmento tomado de México Cristero, a la venta a fines del 2015

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