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El horror de París

Es demasiado temprano para encontrar una explicación racional al horror de París, para imaginar con certeza la respuesta francesa y occidental, y el impacto en la política global. Sin embargo, es indispensable reflexionar sobre ello.

Aunque sea una obviedad, es inevitable señalar que los ataques contra objetivos emblemáticos del modo de vida de Occidente han revelado, otra vez, la milenaria historia de conflictos entre culturas y civilizaciones diferentes que, como predijo Samuel P. Huntington en 1993, podría perfilar «la dimensión fundamental y más peligrosa de la política global».

La tensión entre cristianos y musulmanes ha sido no sólo una fuente constante de violencia, sino también ha llevado, por parte del islam especialmente, a la construcción de una concepción que integra religión, estado y política en una sola teología, la cual defiende la única fe válida. Para el pensamiento islámico más radical, no caben dos visiones del mundo y la única posibilidad de que prevalezca una sola verdad es la eliminación del otro.

No hay otra manera de interpretar los enfrentamientos de los últimos tres siglos. De acuerdo con Huntington, entre 1757 y 1919 hubo 92 adquisiciones de territorio musulmán por gobiernos no islámicos; hacia 1995, 69 de esos lugares habían vuelto a dominio mahometano y unos 45 estados independientes contaban con poblaciones mayoritariamente islámicas. Además, entre 1820 y 1929, la mitad de las guerras entre dos estados de religión diferentes estuvieron protagonizadas por musulmanes y cristianos.

Ese itinerario filosófico, en el contexto de una profundización de los antiguos enfrentamientos en Medio Oriente y la creciente participación de los EUA en ellos, llevó a los pueblos mahometanos de distintas nacionalidades a vigorizar la propagación de su fe e identificar a Occidente como su enemigo fundamental. Según The Economist, entre 1989 y 1993, el número de mezquitas en Asia Central aumentó a 10,000 y el porcentaje de jóvenes musulmanes alcanzó su nivel demográfico más alto en los años ochenta.

Al mismo tiempo, la mayoría de los líderes árabes comenzaron a utilizar las referencias al islam como un recurso para conectar espiritualmente con la población, pero también empezaron a aflorar las distancias entre los gobiernos moderados (como Jordania, Egipto, Marruecos, Turquía o Túnez, por ejemplo) y los radicales (Irán, Irak, Sudán, Afganistán, Libia y Arabia Saudita), lo cual condujo a la formación de grupos extremistas, quienes se consideran los auténticos poseedores de la verdad islámica y los facultados para usar la violencia e imponer, como escribió John Kelly en 1980, «castigos humillantes a los occidentales» y expresar así «su desprecio por la cristiandad y la primacía del islam».

Estas circunstancias, ya sedimentadas por el odio hacia los norteamericanos, europeos y judíos, se vieron exacerbadas por la cohesión que produjo la derrota de Irak en la Guerra del Golfo y el encono ante la tibieza con la cual reaccionaron algunos gobiernos árabes. Esa explosiva combinación parece haber sido el caldo de cultivo para que varias organizaciones terroristas realizaran la guerra santa protegidas por gobiernos radicales.

Aunque la evolución de este conflicto ayuda a entender mejor la crueldad del ISIS, probablemente es inexacto decir que fuera inesperada. Tras el bombazo de 1993 en el World Trade Center y los ataques del 9/11 en EUA, 69 por ciento de la población creía que el terrorismo internacional era una «amenaza grave».

La forma en la cual evolucione este episodio no resolverá ni los problemas del mundo ni despejará las grandes interrogantes de la humanidad. Sin embargo, es inevitable afrontarlo con decisión para hacer prevalecer la seguridad colectiva, confianza social, libertades fundamentales y convivencia civilizada. Las guerras justas no existen pero, como advertía Clemenceau, en ocasiones suelen ser una serie de catástrofes que conducen a una victoria.

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