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El fatídico tren de La Barca

Alejandro Basáñez Loyola 

Autor de las novelas históricas de Ediciones B: México en llamasMéxico desgarradoMéxico cristeroTiaztlán, el fin del imperio aztecaSanta Anna y el México perdidoAyatli, la rebelión chichimeca 

 

 

Corría el 17 de abril de 1927. Los cristeros del padre Miguel Gómez colocaron los explosivos y procedieron a esconderse en los rieles del kilómetro 162 de la vía del ferrocarril a Irapuato, justo a 9 kilómetros de La Barca, Jalisco. La vía sería volada cuando el tren estuviera cerca y no pudiera frenarse. Todos los cristeros se ocultaron esperando la llegada del fatídico tren.

La locomotora se acercaba a la curva. El maquinista alcanzó a ver la explosión que levantó las vías como alambres retorcidos. Desesperado aplicó los frenos, pero ya era tarde; la máquina llegó a la zona sin vías con considerable velocidad, golpeteó contra el suelo dando dos tumbos, yéndose de lado sobre el terraplén. El impulso de los carros traseros la empujó más de costado y fuera de la vía, descarrilando dos carros más en un espantoso estruendo.

De repente, se escucharon los gritos de los Soldados de Dios acercándose a los carros: 

—¡Viva Cristo Rey! 

En unos segundos, fueron repelidos por la guardia de cincuenta militares que viajaban dentro de los carros traseros. Tres cristeros cayeron fulminados por las balas, lo que hizo retroceder a los templarios de Orozco y Jiménez. Se desató una balacera de varios minutos, en la cual los cristeros dispararon indiscriminadamente sobre las ventanillas de los vagones, sin importar que había mujeres y niños. El objetivo era claro: matar a todos los custodios, sin importar quien más muriera. A los diez minutos, los disparos provenientes del tren comenzaron a ser más esporádicos. Miguel Gómez Loza sabía que ya sólo quedaban unos cuantos escoltas. Con un grito estentóreo reunió a los padres Vega, Pedroza y Angulo para darles las últimas instrucciones, antes de abordar el tren: 

—Por órdenes de su Ilustrísima, no debe quedar nadie vivo que atestigüe contra nosotros. 

—¿Nadie? 

—Nadie, padre Vega. 

—Pero hay mujeres y niños, general— dijo consternado el cura Pedroza. 

—Dije nadie, señores. Ni las ratas ni las pulgas de este pinche tren pueden quedar vivas, así que prepárense a incendiarlo por completo. Son órdenes del arzobispo y, por lo tanto, palabra de Dios… ¿Entendido? 

—Sí, general Gómez— replicaron los curas, asombrados del alcance de las órdenes de monseñor Orozco y Jiménez. 

Los tres curas ingresaron al carro donde se encontraba la remesa del Banco de México. Sin tentarse el corazón, liquidaron a balazos a los últimos dos guardias que la cuidaban y que se encontraban mal heridos y sin parque para repeler el ataque. 

—Aquí está el dinero. El arzobispo va a quedar satisfecho— dijo Angulo revisando el saco de gruesa tela que contenía el dinero. 

—No del todo, padre Angulo, debemos liquidar a los sobrevivientes— mencionó el padre Vega con mirada demoniaca, repartiendo tres puñales con mangos en forma de crucifijos, decorados con siete piedras preciosas en forma de cruz, armas letales consagradas para una causa santa. 

—Es cierto, padre Vega. Manos a la obra— respondió el padre Angulo con mirada de Mefistófeles. El padre Pedroza, apretando el cuchillo hasta poner sus nudillos blancos, los siguió sin articular palabra, como poseído por Satanás.

Buscaron uno a uno a los federales agonizantes y sin piedad los acuchillaron ante los ojos horrorizados de pasajeros, compañeros y familiares. 

—¿Por qué matarnos así, padre, si estamos heridos? ¿Por qué no un poco de piedad a los heridos?— preguntó un soldado con el pecho empapado en sangre. 

—Por meterse con la Iglesia de Cristo, cabrón— contestó Angulo vaciándole las últimas balas que le quedaban en su pistola— ¡Viva Cristo Rey! 

—¡Viva Cristo Rey!— gritaron los demás curas, revisando carro por carro hasta liquidar al último soldado. 

—Ya no queda ningún pelón vivo— dijo Angulo empapado en sangre, como si fuera un trabajador del rastro. 

—¡Victoriano!— llamó el general Loza antes de huir a caballo con los tres curas del demonio. 

—Sí, mi general. 

—¡Préndale fuego a todos los carros y no deje sobrevivientes!

El Catorce tragó saliva confundido. Él era un soldado de Cristo que mataba soldados peleando, no sobrevivientes heridos y madres abrazando a sus niños. 

—Pero, señor, por qué matarlos si ya tenemos el botín y sólo quedan pasajeros inocentes. 

—Usted obedezca y no cuestione los designios de Dios. Así lo ordena el arzobispo y es palabra de Dios.

El Catorce se vio obligado a obedecer y fue por el petróleo en compañía de Regino y cuatro cristeros más. 

—¿Para qué queremos el petróleo?— preguntó Regino consternado. 

—Es para hacer a los sobrevivientes chicharrón. 

—¿Qué? 

—Sí, cabrón, ¿no entiendes español? Vamos a quemar a todos los sobrevivientes.

Regino quedó paralizado de terror al ver al padre José Reyes Vega arrojar la primera antorcha que incendió uno de los carros. Los gritos de los sobrevivientes se agudizaron a niveles demenciales. El Catorce obligó a Regino a arrojar una de las antorchas en otro de los carros. Regino lo hizo y entró en shock al ver a una niña correr con el cuerpo envuelto en llamas.

—¡Nooooooooooo! ¡Dios! ¿Qué he hecho?

Regino cayó de rodillas contemplando el macabro espectáculo. Desesperado intentó dar fin a su angustia y arrepentimiento, dándose un tiro en la sien; pero fue detenido por un fuerte golpe propinado por El Catorce. Diez minutos después, todos los carros estaban en llamas y los gritos de los últimos en morir cesaron de escucharse. Los tres curas del averno, junto con el maligno general Miguel Gómez Loza, abandonaron el lugar a todo galope.

Extracto tomado del capítulo XVII de México Cristero.

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