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El extraño mundo de las religiones

Desde hace algunos años, en el afán por saberlo todo de manera racional, la academia empezó a medir los grados de felicidad de los países. Esta tendencia, la cual define felicidad como el nivel de satisfacción que se tiene consigo mismo y el entorno, arroja datos singulares.

Actualmente, lo que se observa es que en sociedades con distintos niveles de desarrollo una parte de esa felicidad suele asociarse con la religión.

Según Adherents, sitio web especializado en estadística y geografía de las religiones, existen en el mundo 4 200 religiones, iglesias, denominaciones, confesiones, movimientos de sanación o grupos de fe de todo tipo, de los cuales solo 19 tienen más de un millón de fieles. Este boom sugiere que hay un mercado de almas en expansión, el cual está siendo satisfecho por una oferta abundante de asideros religiosos. Pero, la pregunta relevante es ¿por qué?

En una perspectiva a largo plazo, el mundo del siglo XXI es mejor que hace dos o cuatro siglos: la esperanza de vida ha crecido notablemente, la salud y educación han alcanzado una cobertura y calidad mayores, el nivel de ingreso ha aumentado, el tiempo para el ocio registra incrementos importantes.

Por tanto, el pensamiento convencional diría que la gente está más satisfecha con su vida. Pero, no está claro si es así. En 1900, por ejemplo, 50 por ciento de la población mundial pertenecía a las cuatro principales religiones; un siglo después, aumentó a 64 por ciento; y para 2015, la proporción estará en 70 por ciento. Y de dos o tres centenares de religiones, ahora hay miles. Por esto, es válido preguntarse qué relación puede haber entre una vida con mayor bienestar y la expansión de las religiones.

Una posibilidad es que, como en el caso de las denominadas sociedades poscristianas y con alto nivel de desarrollo –como las nórdicas–, el sentido de trascendencia no pasa ya por las religiones principales y surge quizá la necesidad de explicaciones alternativas. Otra es que ese 36 por ciento de la población no perteneciente a una de las cuatro grandes iglesias, intenta satisfacer su vida espiritual con algo distinto o novedoso. Otra más es la facilidad de encontrar una religión que se ajuste bien con el estilo de vida y brinde certeza. Y una última, la más antigua y arraigada, es la de practicar determinada religión porque se nació en ella, por orígenes históricos o motivaciones políticas. En cualquier caso, las sociedades se han convertido hoy en plurales y multiconfesionales, en ellas impera la libre competencia, el fervor religioso y la libertad de elegir.

¿Es esta una buena noticia? ¿Ayudará a tener un mundo más tolerante, abierto, incluyente y respetuoso? Sí y no. Sí, porque al final del día se trata de un ejercicio de las libertades personales y ello es un buen cemento del edificio ciudadano. No, porque con frecuencia los excesos derivan en integrismos, en fundamentalismos que impiden la generación de lazos racionales de socialización.
Como bien apuntaba The Economist:“rara vez la religión es el casus belli: es más, en muchos enfrentamientos, notablemente el de Oriente Próximo en los tiempos modernos, es asombroso lo mucho que tardó la religión en convertirse en parte importante de la contienda. Pero una vez que aparece, torna los conflictos más difíciles de resolver”.

Pero culpar solo a las religiones de ser la causa de los conflictos es injusto y equivocado. En general, la fe es un buen acompañamiento espiritual y quizá ayuda a manejar mejor la vida. Así pues, defender la diversidad, practicar la tolerancia como hábito cotidiano y garantizar las libertades fundamentales son las únicas formas de llegar a ser sociedades civilizadas.

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