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El efecto multiplicador, su rol en el cambio de paradigma en las economías emergentes

Por Luis Cabrera y Natalia Gutiérrez
Multipliers México

Mucho hemos hablado en este espacio sobre el efecto multiplicador y su impacto positivo en el desarrollo de las diferentes industrias alrededor del mundo. Este concepto surgió en el año 2010, cuando la revista Harvard Business Review publicó el artículo “How to start an entrepreneurial revolution” del profesor Daniel Isenberg, en el cual se hacía referencia de forma visible, tal vez por primera ocasión, a los ecosistemas de emprendimiento; esa infraestructura social, política y económica que apoya a los emprendedores a través de universidades, Oficinas de Transferencia de Resultados de Investigación (OTRI), incubadoras, aceleradoras, inversionistas y otras instituciones.

Si bien es esta una buena definición, se encuentra incompleta, pues no considera más que en un sentido amplio a quien emprende: como si este fuera ajeno y no desempeñara un papel preponderante en el nacimiento, crecimiento y consolidación del entorno.

Hablar del emprendedor y su función dentro del ecosistema es hacer referencia al actor principal de cualquier obra de teatro. El protagonista que de forma sistemática, consistente, mal acostumbrado en México por el asistencialismo y paternalismo histórico de las autoridades, ha pasado desapercibido por la sociedad, limitándose (en el mejor de los casos) a aparecer en segundas planas del periódico local cargando un cheque que representa su gran capacidad de cabildeo político, su pericia en el llenado de formatos o la bendita coincidencia de pertenecer a un sector alineado a los planes del gobierno en turno.

Así pues, el personaje más importante ha sido sustituido, relegado al papel secundario que se asemeja al espectador de un partido de futbol de la selección mexicana en octavos de final en la Copa del Mundo: entona a todo pulmón el característico grito de guerra de: “sí se puede, sí se puede”, y sufre el duelo subsecuente justificado con la frase ‘#noerapenal’, culpando nuevamente a otros de la tragedia nacional.

En este continente se solía pensar que solo existían tres países capaces de competir, consistentemente, en una Copa América. Brasil, Argentina y Uruguay eran hasta hace unas semanas los referentes naturales del futbol continental, lideraban en todas las casas de apuestas, aparecían como favoritos en todos los pronósticos de analistas y expertos deportivos. Sin embargo, Chile estaba ahí, expectante, quieto, silencioso, como esperando la revancha de aquel juego que merecía ganar y lo dejó fuera de Brasil 2014.

“Chile Campeón” anunciaban los encabezados de los principales diarios alrededor del globo. La nación del pisco y la centolla es ahora un protagonista más de la Conmebol: su victoria (sorpresiva para algunos) encuentra su fundamento en más de una década de bienestar económico social. Sus resultados macroeconómicos permiten hablar desde hace ya varios años del “milagro económico chileno”, fenómeno que presenta su máximo impacto en el cambio de paradigma social que, según el estudio realizado por el portal Economía y Negocios, establece que 84 de cada 100 chilenos se identifican a sí mismos como pertenecientes a la clase media.

El país trasandino no resuelve aún sus problemas de pobreza y desigualdad, pero ha comenzado a creer que puede ser el personaje principal en esta obra de teatro. Su confianza tiene su base en el crecimiento sostenido de su economía, el incremento mundial del consumo de vino y salmón chileno, un consistente primer lugar como productor de cobre y un nada despreciable tercer puesto como exportador de moras. Esto, aunado a muchos otros aspectos, ha impactado fuertemente en su confianza y construcción de un autoconcepto ganador, lo cual le ha permitido vencer, por 4 a 1 en penales, a más de una nación latinoamericana.

Santiago de Chile es la única ciudad de habla hispana que aparece rankeada, por la revista Fortune, como una de las 20 mejores ciudades para arrancar un negocio a nivel internacional. Su éxito está basado, en mayor o menor medida, en la consolidación de programas de fomento a iniciativas de emprendimiento en etapas tempranas, como “Startup Chile”, y en la llegada de más de 500 emprendedores provenientes de todas partes, que se han dado cita en esta capital para desarrollar sus ideas bajo el amparo de uno de los ecosistemas en permanente crecimiento alrededor del globo.

Emprendedores apoyando a emprendedores con mentoría, inversión, empleo o inspiración ha sido la clave para el fortalecimiento tanto del entorno como del espíritu chileno. Todo realizado con una mentalidad diferente: ellos no piensan en función del “sí se puede”, sino del “ya se pudo”; un cambio en la mentalidad que ha trascendido, permeado en todas las esferas de este país.

México necesita un profundo cambio de mentalidad. Por lo tanto, requiere de más y mejores multiplicadores capaces de inspirar a otros, quienes con valentía y permanente irreverencia puedan transgredir el modelo paternalista actual y proponer nuevos caminos. Aquellos que lleven de regreso al emprendedor a su papel protagónico en el desarrollo económico sostenible y el único, o al menos más relevante, generador de riqueza.

La luz al final del túnel se empieza a percibir y para muestra basta un botón. Recientemente, la aceleradora de empresas Endeavor, en su reporte sobre “El Efecto Multiplicador: Ciudad de México”, presentó tres indicadores dignos de ser destacados: 1) el ecosistema , al menos el de TI, ha tenido un crecimiento de más de 200 por ciento en los últimos seis años; 2) los emprendedores seriales, equivalentes a 17 por ciento de la muestra, han generado 76 por ciento de los ingresos totales de la industria y 3) los negocios que han pasado por un proceso de incubación o aceleración incrementan hasta nueve veces sus probabilidades de recibir inversión.

Esto es solo el comienzo, pero me permite afirmar que México necesita mejores modelos de aceleración e incubación, los cuales vuelvan más atractivos, para las diferentes fuentes de financiamiento, los proyectos de emprendedores en etapas emergentes, generando riqueza sostenible, empleos bien remunerados y desarrollo permanente de más industrias de mayor valor agregado para las regiones.

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