En las últimas cuatro décadas no ha habido un entorno nacional e internacional más complicado e incierto que el de estos años para México y sus estados, incluido Aguascalientes.
Por el lado externo: elecciones en Estados Unidos; encono y polarización política en América Latina; guerras en Ucrania y Gaza; una nueva revolución tecnológica centrada en la inteligencia artificial; cambio climático; transición energética; migración internacional descontrolada, y crecimiento económico bajo, entre otras cosas.
Y en el frente doméstico: crisis de violencia, inseguridad y crimen organizado; estados fallidos; ocupación militar del país; estancamiento económico; destrucción institucional; autocracia; finanzas públicas en coma; incompetencia burocrática, y una degradación letal (o casi) de la vida política y la calidad de la conversación pública.
La pregunta central, en ese escenario crítico, consiste en saber cuáles son las opciones para los estados dentro de un sistema federal tan imperfecto, problemático, opaco, centralizado y disfuncional como el que México padece.
Dicho de otra forma: ¿qué le corresponde hacer a los gobiernos locales, a los agentes económicos y políticos, a los medios de comunicación, y a los líderes sociales para navegar con cierta estabilidad en medio de una tormenta casi perfecta y, a pesar de ella, formular alternativas de bienestar para los ciudadanos?
Veamos el caso de Aguascalientes.
En comparación con otras entidades, Aguascalientes ha tenido relativo éxito desde los años ochenta, a lo que han contribuido su tamaño, condiciones geográficas, cohesión social y étnica, procesos de urbanización e industrialización, administraciones más o menos eficientes, y, en alguna medida, su irrelevancia histórica, que lo ha librado de tentaciones políticas, entre otras ventajas.
Gracias a esa combinación de factores, ha tenido tasas de crecimiento, tanto de la economía como del PIB per cápita, normalmente más altas que el promedio nacional. Sin embargo, es curioso que no hay una sola empresa de Aguascalientes que, por ejemplo, cotice en la bolsa de valores y solo 1 aparece en el ranking de las 500 empresas más importantes de México que cada año publica la revista Expansión.
En suma, no es un estado fallido como buena parte del sur-sureste, pero tampoco un estado tan potente como Querétaro, Jalisco o los del norte del país. En otras palabras, no es un gigante ni tampoco un enano.
Pero justamente esa circunstancia lo coloca ahora en un dilema: ¿cómo lidiar con un entorno tan complejo, cómo salir de la media tabla y cómo definir las opciones potenciales que tiene?
Una es continuar en su zona de confort y estancarse en esa trampa. Otra es rezagarse dado que otras entidades parecen mostrar mayor velocidad y complejidad económica. Y una tercera es cómo dar el “gran salto” para crecer a tasas más altas y sostenidas al elevar su competitividad integral, diversificar su estructura industrial, fortalecer sus niveles de innovación y productividad a través del desarrollo de talento, y establecer con claridad el lugar y la posición donde quisiera verse en diez o quince años.
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Partamos de los datos duros.
Aguascalientes ocupa hoy el lugar número 23 por el tamaño de su producto interno bruto (PIB) y el 10 en PIB per cápita. Hasta 2023, su crecimiento (3.9%) era más o menos comparable al de ciudad de México o Baja California, pero abajo de San Luis Potosí, que fue de 7.2%. Si buscamos un país con el cual compararse, Aguascalientes estaría entre Rumanía o las Islas Mauricio.
En cambio, la ciudad de México estaría entre Estonia y Japón, Nuevo León entre Polonia y Croacia, y Sonora entre Uruguay y Grecia. En síntesis, salvo con Japón, nada que ver ninguno de esos estados con países (o regiones y estados para el caso) como Estados Unidos, España, Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia o Corea del Sur.
Si consideramos su aportación al PIB nacional, Aguascalientes ha permanecido prácticamente estable. En 2001 era del 1.2%; en 2014 se mantuvo en el mismo 1.2%, y en 2023 contribuía con el 1.3%, idéntico al de Guerrero y Durango, que no son precisamente las mejores compañías.
En el Índice de Progreso Social (2022), que mide tres componentes de bienestar, está en el segundo lugar nacional, con un puntaje de 74.5 (sobre 100), pero cae a la posición 9 en el apartado de oportunidades integrado por los niveles de inclusión social o el acceso a la educación superior, por lo que su desempeño ha estado en el rango esperado según ese índice: no empeora pero tampoco sorprende.
Por su parte, en el Índice de Competitividad Estatal (2024) aparece en el sitio número 6 en promedio, pero cae drásticamente en innovación al 11º lugar, al 25º en crecimiento del PIB, al 21º en la variedad de sectores presentes en la economía, entre otros resultados. Con 37.9% de su población en pobreza laboral, Aguascalientes fue la 11ª entidad con peor desempeño en lo que va de 2024. En conclusión, hay un claro contraste: no está mal, pero tampoco bien.
Finalmente, en el Índice de las ciudades más y menos vivibles que produce The Economist (2024), donde incluye 173 de todo el mundo, entre ellas 17 de América Latina y 4 de México, y evalúa 5 categorías (estabilidad, salud, cultura y medio ambiente, educación e infraestructura) en escala de 0 (la peor) a 100 (la mejor), las mejores obtienen entre 96 y 98 puntos.
En este índice, la ciudad de Aguascalientes ocupa la última posición de las 4 mexicanas consideradas, con 55 puntos, el mismo nivel que Guatemala y Nairobi, y solo 10 puntos por arriba de la peor en Latinoamérica, que es Caracas. O sea, la misma historia: ni la peor ni la mejor.
Como es evidente (si es que quiere verse) Aguascalientes puede y debe aprovechar sus ventajas comparativas y competitivas y elegir muy bien las prioridades estratégicas para alcanzar a corto y mediano plazo —digamos 10 años— algunos objetivos concretos en la calidad y el desarrollo de talento e innovación mediante una política educativa de excelencia; crecer a una tasa sostenida de por lo menos 5% anual; aumentar su participación en el PIB nacional al 2%; subir al 5º lugar nacional en PIB per cápita; corregir y mejorar urgentemente la eficiencia de los servicios públicos en la zona metropolitana, desde el agua hasta la movilidad y un disciplinado ordenamiento urbano, y contener los riesgos ya visibles en materia de seguridad, entre otras metas.
Todo ello no vendrá por obra y gracia divina, sino que exige un liderazgo político realmente preparado, concentrado, competente y transparente, y un liderazgo social (medios, empresarios, organizaciones ciudadanas, iglesias) efectivo, demandante y autónomo que ejerza su papel de motor y contrapeso en el diseño, formulación y ejecución de las decisiones de política pública que dan orientación y soporte al verdadero bienestar.