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El día que Obregón alcanzó a Dios

Alejandro Basáñez Loyola, autor de las novelas históricas: México en llamas; México desgarrado; México cristero; Tiaztlán, el fin del Imperio Azteca; Santa Anna y el México perdido; Ayatli, la rebelión chichimeca; Juárez ante la Iglesia y el Imperio

 

Obregón tomó de nuevo su vehículo y abandonó el Castillo de Chapultepec para dirigirse a la comida programada con los diputados guanajuatenses en el restaurante La Bombilla.

A pesar de haber conseguido el apoyo de Calles para deshacerse de Morones, tenía un mal sabor de boca derivado de la conversación que tuvo con su amigo y aliado. Le parecía muy fácil el haber obtenido el apoyo para eliminar a un tipo que el mismo Plutarco Elías Calles había protegido por años. Habría que estar alerta. Si algo saliera mal, se lanzaría con todo contra su aliado con un golpe de estado como los que acostumbraba realizar con tanto éxito. Calles había crecido mucho en poder, y era un hecho que tenía que compartir el poder con él. Con Morones fuera del camino, se conocería al verdadero Calles de la transición.

«Juro que ese pinche marrano no pasa de las fiestas patrias», pensó el invicto general al pasar por el sitio exacto donde meses atrás intentaron matarlo con una bomba. La muerte era su amiga y se dejaba agarrar las piernas. Don Álvaro ya estaba acostumbrado a eso. Por algo era el invicto militar que jamás había perdido una sola batalla.

Obregón llegó a La Bombilla sin ningún retraso. Los lugares para sentarse en el comedor al aire libre estaban designados. José de León Toral ya estaba adentro. Su credencial del periódico Excelsior, junto con una cara magistralmente dibujada a lápiz, fueron su pasaporte de entrada al banquete. Afuera de ahí, a escasos cien metros del restaurante, sentado bajo la fresca sombra de un árbol, el padre Jiménez se encomendaba a todos los santos del santoral para que su muchacho tuviera éxito.

Eustaquio, hombre de confianza de Justo García, lucía impecable su uniforme de mesero. Llevaba una pistola escondida bajo su blanco disfraz. Al pasar junto a su jefe, sonrió maliciosamente al ver que Toral se acercaba poco a poco al general sonorense. Eustaquio había colocado a un francotirador con una mira telescópica en un árbol del jardín. Justo tenía la pistola cargada bajo su saco, por si Toral y sus hombres fallaban. Esta misión no podía fracasar y él estaba ahí para cerciorarse que Obregón fuera abatido por las balas.

La orquesta de Esparza Oteo amenizaba la comida con agradables canciones como “Pajarillo Barranqueño”, “Besos y Cerezas”, entre otras. Los asesinos esperaban pacientemente a que empezara a sonar “El Limoncito”, favorita del presidente y que era la señal acordada para acribillarlo en caso de que algo saliera mal.

La mesa del banquete había sido colocada en forma de herradura y Obregón estaba sentado en el centro. A su izquierda estaban los licenciados Aarón Sáenz y Enrique Romero; y a su derecha, Federico Medrano y Arturo H. Orcí. Atrás de él, había un enorme arco de frescas flores de Xochimilco con la leyenda: «HOMENAJE DE HONOR DE LOS GUANAJUATENSES AL C. ÁLVARO OBREGÓN». El glorioso general se encontraba sentado justo debajo de la palabra ÁLVARO del adorno.

El esquelético León Toral, vistiendo un ramplón traje color café de muy mal gusto, avanzó lentamente con el enorme letrero de flores a su espalda. Se colocó al costado izquierdo del presidente electo, quien comentaba a Aarón Sáenz lo sabroso que estaba el cabrito en adobo. Toral lo interrumpió repentinamente, mostrándole la caricatura que había hecho de él. La canción de “El Limoncito” comenzó a sonar y Obregón halagado por el retrato y por el gusto de escuchar su canción favorita sonrió al caricaturista diciéndole: «Sigue así, muchacho. Tienes mucho talento».

Aarón Sáenz también aprobó la aptitud de Toral con una sonrisa. El caricaturista sacó discretamente con la mano derecha su pistola española Eibar-Star, calibre 32, y la colocó sobre la espalda del caudillo revolucionario. Disparó seis balas en línea, esperando que alguna de ellas reventara el corazón del agresor de la Iglesia. El asesino levantó los brazos para que alguna de las detonaciones que iniciaron a escucharse, y que él creía que provenían de los guardias, lo mataran y así alcanzara al Señor en el paraíso. «Obregón jalará para el infierno, así nos veremos los dos por última vez al ascender a las alturas del juicio final», pensó mientras esperaba la muerte.

Eustaquio y el francotirador hacían blanco en el pecho del Manco de Celaya. El estruendo de la música ensordecía los disparos. La cara de Obregón, vaciándose de vida, cayó con la mirada perdida sobre el plato de adobo; su cuerpo giró hacia la izquierda por su voluminoso peso y cayó de lado sobre el sólido mosaico del piso. Su frente se abrió con el golpe.

Eustaquio abandonó junto con el francotirador el concurrido restaurante, el cual estaba en caos total: todo mundo gritaba, corría, rodaba por el suelo maldiciendo o pidiendo auxilio. Los músicos de Esparza Oteo, a diferencia de los estoicos del naufragio del Titanic (sucedido dieciséis años atrás) que tocaron hasta que el barco se hundió, huyeron del lugar, abandonando sus instrumentos en el sitio. Las vajillas se cayeron de las mesas debido a la intempestiva huida de los diputados. Justo García se quedó para ser un testigo más del asesinato del caudillo revolucionario. Ya no hizo falta que accionara su arma, el Manco de Celaya estaba más muerto que Cuauhtémoc, Benito Juárez o Hidalgo.

Toral continuaba con las manos en alto, con la pistola en su mano esperando que lo mataran. Nadie lo hizo. Cuando fue desarmado, recibió una brutal lluvia de golpes que puso en peligro su vida; pero la prudencia se impuso y el linchamiento del mártir de La Bombilla se detuvo.

El padre Jiménez escuchó a un hombre con traje de mesero decir que habían asesinado a Álvaro Obregón. Jiménez se arrodilló para dar gracias al Señor por haberlo ayudado a eliminar al irreligioso militar. El auto de Eustaquio y su compañero se perdió en las calles de San Ángel. La misión había sido un éxito.

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