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El día después

En torno a la crisis provocada por el COVID-19 hay, por lo menos, tres aspectos que deben ser analizados para tratar de entender lo que podría suceder a partir del día siguiente en que se estabilice la actual emergencia sanitaria en todo el mundo.

El primero, desde luego, es la forma como evolucione el control del virus en los próximos meses y sus posibles consecuencias sobre la salud pública. Por muy diversas razones es prácticamente imposible pronosticar escenarios, pero parece claro, por ahora, que el enorme impacto de los medios y las redes ha generado un exceso de información –buena, regular, mala y pésima- que dificulta comprender correctamente la naturaleza del problema y ese flujo ha construido percepciones sobre las cuales se toman decisiones que impiden dimensionar con cierta precisión su magnitud real.

Según el Centro para la Prevención y el Control de las Enfermedades de los Estados Unidos, durante el siglo XX se presentaron crisis epidemiológicas que a juzgar por los números no se comparan con lo que hasta la fecha ha pasado con este nuevo virus. La gripe española de 1918, por ejemplo, alcanzó a 500 millones de personas contagiadas, un tercio de la población global de entonces, y diez por ciento de ellas murieron, pero en 1957 y 1968 dos gripes asiáticas provocaron apenas entre 1 y 1.1 millones de muertos respectivamente. En cambio, hasta el 21 de marzo de este año, los muertos por el COVID-19 han sido cerca de 12 mil (de una población global de 7 mil 772 millones de personas). ¿Qué quiere decir esto? Desde luego que cada vida vale por sí misma y su pérdida inesperada es una tragedia para las familias pero, de acuerdo con los precedentes históricos, que es el único dato cierto de que disponemos, el mundo está hoy mucho mejor preparado, en términos de investigación científica, de infraestructura médica y hospitalaria y de salud pública, que hace cincuenta o cien años.

El segundo problema será el impacto sobre la economía de los países. Tras la crisis de 2008, la banca, los mercados y las hipotecas parecen estar en mejor situación y con regulaciones más eficientes, pero la gran diferencia ahora es que esta crisis no es originalmente financiera sino de oferta y demanda, es decir, de economía real, y en este terreno la situación de cada país es muy heterogénea. Los países desarrollados cuentan con una batería de instrumentos de política para mitigar temporalmente el efecto recesivo inevitable y paliar así los daños en el consumo, la producción y el empleo. Pero a otros países, entre ellos México, esta emergencia, más la caída en los precios internacionales del petróleo, los atrapa en malas condiciones, y las respuestas de política, o, en su caso, la falta de ellas, pueden hacer la diferencia no para evitar la crisis sino para contener su profundidad. 

Y el tercer aspecto. México está en manos de un gobierno extraordinariamente incompetente que no conoce los componentes mínimos del funcionamiento de la economía, los asuntos globales o la política social, y todo su programa, por llamarlo de alguna manera, se reduce a querer imitar con necedad el viejo modelo de los años setenta y ochenta del siglo pasado de una economía estatista, improductiva, ineficiente y corrupta. Con ese enfoque, ha tomado decisiones en materia de gasto público, infraestructura, gestión de empresas estratégicas del estado, política social y marco de certidumbre y confianza, exactamente opuestas a las que serían indispensables para impulsar la inversión, la productividad y, por ende, el crecimiento. Algunos ejemplos.

El gobierno supuso que el petróleo (y Pemex) volverían a ser la gran palanca del desarrollo mexicano, lo cual, dicho en propiedad, jamás lo fue. Pues bien, en 2019 Pemex perdió 35 mil millones de dólares, el precio de la mezcla mexicana cayó a 19 dólares por barril mientras que lo habían presupuestado a 43 dólares p/b, y las coberturas que normalmente se usan para defender precios mínimos cuando hay alta volatilidad las contrataron sólo para un tercio de la producción de Pemex. En segundo lugar, como los ingresos tributarios y petroleros del gobierno el año pasado fueron menores en casi 200 mil millones de pesos, tuvieron que echar mano de 125 mil millones de pesos del Fondo de Estabilización de los Ingresos Presupuestarios, es decir, poco menos de la mitad de un ahorro que se acumuló en 18 años, para sufragar el gasto corriente dirigido a las clientelas políticas (becas, subsidios, etcétera), y lo más probable es que en 2020 se coman el resto, momento en el cual las finanzas públicas se quedarán sin instrumentos de navegación, sin combustible para el funcionamiento del sector público y sin superávit primario, lo que implica reproducir literalmente el ciclo perverso que destruyó la economía mexicana en los gobiernos de Echeverría y López Portillo. Y el tercer ejemplo es la devaluación del peso frente al dólar, que no se pudo sostener ni con las tasas tan atractivas que ofrece México; en una canasta de 24 monedas internacionales, el peso es el que más se devaluó entre el 19 de febrero y el 19 de marzo: 31.5 por ciento.

En suma, 2020 no sólo será otro año perdido para México sino que tanto las externalidades -COVID-19 y petroprecios-, así como los graves errores de política doméstica llevarán al país a una situación crítica. ¿Qué pueden hacer los estados? Es evidente que una menor recaudación se traduce en menores participaciones fiscales, pero la consolidación de un marco de confianza y certidumbre a la inversión privada, una coordinación muy estrecha con los sectores productivos o un blindaje frente a las malas decisiones federales, por ejemplo, en algo pueden neutralizar los efectos negativos de la actual situación. 

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