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El asesinato de Pancho Villa

Por Alejandro Basáñez

Autor de las novelas de Ediciones B: México en llamas; México desgarrado; México cristeroTiaztlán el fin del imperio azteca; Santa Anna y el México perdidoAyatli, la rebelión chichimeca

 

Los nueve sicarios reunidos en la casa alquilada en las calles de Guanajuato y Gabino Barreda, frente a la Plaza Juárez, de Parral, Chihuahua, llevaban varios días escondidos, esperando pacientemente que se apareciera su víctima. Eran como cazadores que, ocultos entre la maleza con abrigo, agua y comida suficientes, aguardaban a que emergiera majestuosa la figura de un venado para ponerle una bala en la cabeza con su mira telescópica.

El primer intento de balacear a Villa se perdió el 8 de julio de 1923, al coincidir que varios niños salían de la escuela y caminaban alegres por la calle. Villa salió de Parral y se dirigió a Canutillo sin saber de la que se había salvado. Pasaron doce días más y tuvo que regresar a Parral. De nuevo tendría que pasar por el mismo fatídico sitio, donde sus victimarios lo esperaban ventajosamente jugando dominó y cartas.

Un tal Juan López, quien estaba recargado en un árbol, vio a lo lejos el llamativo Dodge de Pancho Villa, sacó un pañuelo rojo para secarse el sudor del cuello y la frente. Esa era la señal. El grupo de tiradores se preparó para abrir fuego desde las ventanas de la casa.

El elegante Dodge era manejado por el mismo Villa, que demostraba que sabía montar diestramente no sólo bestias de carne, sino también de fierro. A su derecha lo acompañaba el coronel Miguel Trillo y en los asientos traseros iban los coroneles Ramón Contreras, Rafael Medrano, el dorado Claro Hurtado y el chofer, quien se regocijaba de que el patrón hiciera su trabajo, mientras él miraba a las mujeres caminar por las calles.

El auto llegó a la curva frente a la casa. Villa frenó casi totalmente al pasar sobre un enorme bache. Sonaron los disparos, los cuales pusieron en alerta a Villa y Trillo; viendo el fuego emerger de la casa, intentaron sacar sus pistolas para no morir acribillados por más de 150 descargas. El auto sin control rodó lentamente por unos metros más, hasta pararse en la banqueta. El letal sicario, Jesús Salas Barraza, salió caminando de la casa y con una admirable sangre fría, se acercó sonriente al antiguo revolucionario para rematarlo con un tiro en la cabeza. Sumido en los estertores de la muerte, Pancho Villa lo miró diciendo “ojalá hubiera hecho algo bueno en mi vida”, para después sentir el impacto en su cabeza.

Miguel Trillo quedó colgado con la cintura en la portezuela, el vientre al aire y los brazos en arco hacia la calle. Francisco Villa, aún con la pistola en la mano, cayó abatido sobre su asiento de conductor. En los asientos traseros sólo sobrevivieron Ramón Contreras y Rafael Medrano (éste último murió ocho días después, víctima de las heridas). En cuestión de minutos, los curiosos rodearon la carcacha, asombrados de ver el cadáver de la leyenda de Parral sangrar profusamente por decenas de hoyuelos como un toro en el ruedo después de la estocada final. Todos querían inmortalizarse en una foto con el cadáver de Villa y la carcacha de los mil hoyuelos en la carrocería. Hubo quienes se embarraron un poco de la sangre del Centauro del Norte, para presumirla más tarde con amigos y familiares.

Aquella mañana del 21 de julio de 1923, Plutarco Elías Calles entró precipitadamente al despacho de Álvaro Obregón, con el periódico de la mañana en la mano.

—¡Mira que foto tan increíble, Álvaro!

Obregón se puso sus lentes de aro para observar con detalle la horrenda figura de Miguel Trillo colgado de cabeza en la portezuela del auto y el enorme encabezado que decía:

Francisco Villa fue asesinado en Parral

—Así suele ocurrir, Plutarquito. Cuando das de más, la gente abusa y se siente con derechos. Este pendejo vivía como un jeque de Arabia. Vivía como uno de los personajes de Las mil y una noches y no lo sabía. Cuando se pierde el piso, uno se cae. Se le olvidó quién era el amo que lo alimentaba y le mordió la mano, pagando caro el error.

En ese momento entró al despacho Arturo Murrieta, quien al ver el periódico en el escritorio de Obregón lo dedujo todo.

—Pagó caro su osadía de querer resurgir de sus cenizas.

—Muy caro, Arturo. Lo mismo que platicamos el otro día cuando me reclamaste por la muerte de Murguía. Villa ha sido el bandido mejor premiado en la historia de México. Se quería lanzar por la gubernatura de Durango y de ahí reunir 50,000 hombres para luchar contra Calles.

Calles sonrió divertido por lo del bandido más premiado en la historia.

—Hasta ahí llegaron sus ingenuas pretensiones— dijo Calles, ofreciendo a Murrieta la silla que estaba a su derecha.

—¿Cómo creen que lo tome Fito de la Huerta?— cuestionó Murrieta, despertando la inquietud de los regidores de México.

—Que contienda por la presidencia, si quiere. Él canta muy bonito. En México se empieza a respirar un ambiente de auténtica democracia, Arturo— contestó Obregón con sarcasmo, mientras el Turco se carcajeaba como si estuviera en una cantina de barrio.

—De la Huerta es capaz de levantarse en armas, Álvaro.

—Lo sabemos, Arturo. Esperemos no se atreva a hacerlo. Yo estimo mucho a ese cabrón— espetó Obregón, doblando el periódico que el Turco le había traído.

Calles y Murrieta sabían lo que se escondía atrás de ese arranque de furia del Manco de Celaya.

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