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El Águila que humea

   La oportunidad de levantarnos en armas y acabar de una vez por todas con los teúles, se nos fue ese día, que quedó marcado como el principio del fin de los mexica.

Autor de las novelas: “México en Llamas”;  “México Desgarrado”;  “México Cristero”; “Tiaztlán, el Fin del Imperio Azteca”; “Ayatli, la rebelión chichimeca”; “Santa Anna y el México Perdido” de Ediciones B y  “Juárez ante la iglesia y el imperio” y “Kuntur el inca” de Editorial Lectorum.  

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Para algunos recaudadores de impuestos del norte del imperio, como el de la Huaxteca (que le tocaba tributar a Cuauhpopoca o Águila que humea), su trabajo seguía sin cambio. No sabía que ya había una nueva fuerza invasora en posesión de señoríos como el de Zempoala y Tlaxcala. 

   Cuauhpopoca después de desplumar a los huaxtecas, pasó a recoger el acostumbrado tributo con Xicomécatl. El Cacique Gordo, además de no estar preparado con el tributo, le gritó qué dónde diablos se había metido, si no sabía que ya había un nuevo orden, y que ellos tributaban con los teúles de la Villa Rica, donde había quedado a cargo el teúle Juan de Escalante.

   Furioso Cuauhpopoca y su guardia personal se dirigieron hacia el supuesto nuevo jefe que gobernaba esas tierras.

   Escalante no estaba preparado para recibir a un indígena altanero que le gritara de improperios por un supuesto tributo; o así lo creyó entender, porque no había quién tradujera el altercado verbal al español.

   De los insultos pasaron a la acción. La guardia personal de Cuauhpopoca sorprendió a la gente de Escalante, matándolo a él y otros teúles. 

   Xicomécatl fue informado de lo ocurrido con los teúles y mandó un mensajero veloz para que informara a Malinche (Hernán Cortés) sobre el lamentable incidente. Horas después irrumpieron de nuevo los mexicas sobre Zempoala, exigiendo un tributo total de las pertenencias de los totonacas, así como un castigo físico en el que hubo muchos  muertos y heridos.

   En una situación normal el Águila que echa humo hubiera sido premiada con un importante  ascenso y oro, por defender valientemente a su tlatoani y castigar a los rebeldes. Esta vez la situación era diferente. Zempoala pertenecía a Cortés y Motecuhzoma debería hacer algo para demostrar lo contrario.

   El recado fue entregado a los totonacas que acampaban en una de las entradas de la calzada de Tlacopan.

   Cortés fue informado primero que Motecuhzoma. Malinche, sin perder tiempo, le hizo una visita sorpresa con un fuerte grupo armado y su insustituible lengua, Malinalli.

   -¿A qué se debe esta visita inesperada, Malinche? 

   Malinche, con mirada de odio, espetó sin rodeos lo que había pasado en la Villa Rica.

   -Don Moctezuma, usted ha violado nuestro pacto de paz. Su gente ha atacado y liquidado  a los hombres que dejé en la aldea del mar, cerca de Xicomécatl. Esto es una declaración de guerra.

   Hasta ese momento todo se encontraba a favor de Motecuhzoma y nuestro imperio. Motecuhzoma me miró nervioso. Sabía que con una sola orden suya hacia mí, la guardia que nos rodeaba bastaría para someter a Pedro de Alvarado (Pelo de Oro) y Malinche, junto con sus hombres. Cuauhpopoca había hecho un trabajo heroico y no había más refuerzos que pudieran auxiliar a los teúles, si los arrasábamos con todo el ejército dentro de la isla. 

Las fuerzas que rodeaban la isla quedarían sin jefes en cuestión de horas. Sin los teúles nuestra guerra sería como muchas de las que habíamos sostenido en las últimas décadas, indígenas contra indígenas sobre la sangre viscosa de los castellanos embarrada en la plaza. El momento se había adelantado. Apreté los puños de nervios, podría sorprender a Pelo de Oro y clavarle mi cuchillo en su enorme corazón. Xilacátzin en el otro extremo de la sala me miró confiado de que el momento había llegado.

   Motecuhzoma sentado sobre su estera miró a Cortés con mirada de aflicción y arrepentimiento. De su cobarde boca salieron las siguientes palabras que fueron el principio del fin de noveno rey azteca:

   —Perdón, Malinche. Cuauhpopoca no sabía de nuestro trato de paz por andar perdido en el norte de nuestro imperio recaudando tributos. Daré órdenes para que lo traigan inmediatamente ante ti, para que tú mismo juzgues el castigo que se merece por haber ofendido a tus hermanos.

   Tlacótzin, Xilacátzin y yo nos miramos con ojos de asombro. Nuestro Venerado Orador le temía a Malinche y entregaba a sus manos al único hombre que había hecho lo que toda la población de una isla debió haber hecho, desde el momento en que estos cerdos irrumpieron en nuestra ciudad. Motecuhzoma castigaba al que debía ser un héroe nacional y que demostraba tener más agallas que su propio tlatoani. Cuauhpopoca sería entregado para que se decidiera el destino de nuestro héroe.

   —Me satisface tu respuesta, don Moctezuma. Esto aclara un poco el mal entendido.

   Detrás del trono de Motecuhzoma se pararon Alvarado y Cortés. Esperaban que trajeran a nuestro único ídolo.

   Por la puerta del salón aparecieron Cuauhpopoca y sus cuatro valientes guerreros, entre los que estaba un hijo de él. Llegaron con caras de triunfo y orgullo, pensando que se les había traído para ser homenajeados.

   Motecuhzoma los recibió con mirada gélida. Cuauhpopoca y su gente se sorprendieron de ver a Hernán Cortés y a Pedro de Alvarado atrás del trono de Motecuhzoma como si fueran sus protectores.

   —Tu actitud al haber atacado la guarnición ha sido una deshonra para mi persona. Yo acordé con el capitán Cortés que él mismo, sus hombres y sus propiedades serían ampliamente respetados mientras estuviera en Tenochtitlán y en territorios de la Triple Alianza. Para recuperar un poco de la confianza perdida con Malinche, él mismo decidirá su destino.

   Cuauhpopoca se quedó helado con el regaño de su Tlatoani. De manera vertiginosa hizo un análisis de que había hecho mal y con la hombría que sabíamos que le sobraba le contestó a Motecuhzoma.

   —Yo simplemente cumplí con mi trabajo y con la misión por la que me fue asignado este importante cargo que orgullosamente ostento. Si hacer bien mi trabajo implica que mi gran señor se deslinde de su responsabilidad, dejando a un invasor decidir sobre asuntos que sólo conciernen al tlatoani de la Triple Alianza, que así sea y que su pueblo lo juzgue por pusilánime.

   Cortés se adelantó al trono de Motecuhzoma para encarar a Cuauhpopoca. Por unos segundos el Águila que Humea y el capitán de los teúles se miraron con odio.

   —Así que además de matar a mis hombres eres un perro grosero y altanero. 

   Malinalli sonrió antes de traducir las palabras de su hombre. Sabía que el fin de Cuauhpopoca estaba cerca. 

   —Tú no eres mi rey. Eres un perro blanco. Te podría matar con mis propias manos si me dejaran. He matado a tus hombres y sé que son más débiles que nosotros. Ustedes no son teúles. Son hombres iguales a nosotros y mucho más frágiles. Si mi emperador fuera valiente y diera la orden de acabarlos, en menos de una hora correría su sangre por las calles como arroyuelo de lluvia. Para la noche todos ustedes estarían formados en el teocalli para arrancarles el corazón.

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   Motecuhzoma miró hacia el suelo avergonzado por las lacerantes palabras de su recaudador de impuestos. Con dolor profundo sabíamos que Cuauhpopoca tenía razón.

   —No sabes lo que te espera indio insolente —gritó Cortés a Cuauhpopoca, soltándole una sonora bofetada.

   Los aztecas ahí reunidos esperamos una señal de nuestro tlatoani para defender a Cuauhpopoca. Pero esta nunca llegó.

   Cortés mandó traer una gruesa cadena con la que los cinco hombres fueron sujetados a un grueso tronco de árbol, que crecía frente al palacio de Motecuhzoma. Junto a los pies de los pobres infelices fueron colocados leños bañados en chapopotli, como el pantano negro que brota de la tierra allá por las tierras del Tabscoob.

   La gente se empezó a congregar curiosa alrededor de los guerreros. Lo que estaba por ocurrir era algo nuevo que en algunos minutos horrorizaría a la multitud y sería recordado como el inicio de la  derrota de los mexica ante los españoles.

   El capitán Pelo de Oro encendió un trapo y con una sonrisa macabra se acercó a Cuauhpopoca para decirle:

   —Esto le pasa a los que ofenden a los españoles, indios hijos de puta.

   Los leños empezaron a arder lentamente y quemaron los pies de los expiados. 

   Con furia inaudita de ver lo que ocurría, hice una señal a Xilacátzin y a Cuitláhuac, para lanzarnos sobre Alvarado y Cortés y cortarles las gargantas. Muertos los jefes, los españoles caerían en la desorganización y serían más fáciles víctimas. Motecuhzoma hizo una señal reprobatoria a su hermano que nos frenó  totalmente. El pueblo azteca no aguantaba la indignación de ver a sus hermanos arder como patos en la leña ante el beneplácito de trescientos españoles contra cien mil aztecas.

   Las llamas crecieron en tamaño, achicharrando la grasa de las pieles de los pobres inmolados. Los gritos de dolor erizaban nuestras pieles. Las llamas consumieron sus cabelleras como petates y el olor a carne quemada invadió toda la calle. El calor hizo que los cuerpos se contrajeran por la pérdida de humedad y grasa. Al final los cráneos explotaron y aventaron los sesos hirviendo.

   —Ahora sí es un águila que humea —dijo Cortés burlón a consejo de Malinalli. 

   Motecuhzoma miró desconsolado hacia el suelo. Dos lágrimas comprobaron que nuestro tlatoani estaba totalmente bajo el influjo maléfico de Cortés.

   Motecuhzoma había sido desenmascarado como un cobarde que entregaría a su pueblo ante los invasores; como meses antes entregó oro y regalos sin hacer nada para frenarlos con sus ejércitos.

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