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Educación y salud: ¿por dónde empezar?

Al igual que en muchos otros campos, el análisis de distintos temas de la economía o el desarrollo suele enfocarse principalmente en los indicadores que México alcanza en relación con el tamaño de su población y su PIB, o en las comparaciones internacionales. Dichos estándares son útiles en la medida en que, al menos desde el punto de vista estadístico, dan un marco de referencia de dónde estamos como país, y son insumos valiosos para la formulación de la política pública y de sus distintos componentes, uno de los cuales es la formación de recursos humanos de mediana y alta calificación.

Como planteamiento general, puede decirse que en lo que va del siglo, anualmente se incorporaron a las universidades mexicanas unos 156 mil alumnos y la cobertura de educación superior pasó de 32% a casi 40%, lo cual es un dato positivo por sí mismo, y porque de la matrícula total uno de cada cuatro jóvenes proviene de hogares desfavorecidos. Pero el problema empieza cuando se intenta determinar si se están formando en las disciplinas que el país necesita, si su calidad es buena, si su inserción laboral es eficiente y rápida, y si su premio salarial es significativo. Algo de esto sucede hoy, por ejemplo, en la formación de los recursos humanos en materia de salud, y la respuesta no es clara en absoluto.

Para empezar, en México ha habido cambios importantes y positivos en materia de salud. Según datos de la Secretaría de Salud (SS), la esperanza de vida al nacer, que en 2000 era de 74 años, hoy es de 77, y sigue subiendo; la mortalidad infantil se redujo de 18.2 por cada mil niños a poco más de 13 en la actualidad, y la derivada de enfermedades transmisibles o asociadas a la salud materna bajó de 15.4 a 10.5%. Algo similar ocurrió con las causas de defunción: en 1950, 34.6% era por enfermedades infecciosas y parasitarias, y en 2015 las más elevadas fueron las del corazón (19.6%).

Toda esa transición epidemiológica, más la mejora en educación, la salud pública, la urbanización y el ingreso per cápita, llevaron a un enorme crecimiento de las escuelas de medicina, en sus diversas variantes, pero al mismo tiempo también se presentaron brechas crecientes entre médicos en formación, médicos especialistas y médicos generales/familiares; entre zonas urbanas y rurales, o entre sistemas público y privado de salud, de suerte tal que, probablemente, algunas de las carencias o déficits que se presentan en la atención a la salud se han originado por la disfunción entre la oferta de recursos humanos y las necesidades de la demanda. Veamos.

En México hay, en sus diversos tipos, unos 205 mil médicos en contacto con los pacientes en el sector público, pero de ellos casi la mitad son especialistas, entre otras razones porque sus remuneraciones son más elevadas que entre los generales/familiares, lo cual desincentiva una mayor oferta en esta modalidad profesional. En segundo lugar, hay 163 programas académicos en medicina, donde estudian unas 127 mil personas, pero no necesariamente cumplen con estándares de calidad; sólo 45.83% de dichos programas están acreditados. Un tercer problema es que hay una brecha que tiende a crecer entre la capacidad de absorción de médicos por parte del sector salud y el número de egresados anual de las escuelas de medicina lo que hace que un número cada vez mayor de estos profesionistas queden fuera del sistema; de hecho, la SS calculó en 2018 que en los siguientes 6 años podría haber, por lo menos, 120 mil médicos generales adicionales en el mercado laboral sin muchas posibilidades de colocación. Más aún: a diferencia de la mayoría de los países de la OCDE, en México completar los créditos académicos equivale al licenciamiento automático para el ejercicio de la profesión, pero cuando estos egresados realizan el examen para residencias médicas los médicos generales no alcanzan en promedio ni 65% de los conocimientos que debieron haber adquirido durante su formación profesional, y, sin embargo, probablemente cuentan con cédula profesional que los habilita para atender pacientes.

Y, finalmente, hay dos cuestiones adicionales. Uno es el superávit de ciertas especialidades como, por ejemplo, ginecólogos y obstetras, donde México tiene 34 por cada 100 mil mujeres contra 27 por cada mil en la zona OCDE, pero un déficit en otras como los psiquiatras donde tenemos 1.2 por cada 100 mil habitantes contra casi 16 en esa misma zona. Y el otro es la enorme heterogeneidad de especialistas existentes a nivel estatal. Por ejemplo, con datos de la SS hasta 2014, entre 30 y 35% de los cardiólogos, psiquiatras, oncólogos, endocrinólogos y geriatras del país están concentrados en la Ciudad de México, mientras que en otros estados se reportan cero médicos con algunas de esas especialidades. En el caso de Aguascalientes, para las tres primeras de ellas pareciera ser superavitario en atención al tamaño de su población, poco más de 1% del total nacional, pero deficitario en las dos últimas.

En suma, responder a lo que hoy necesita y mañana demandará el sector salud en México y en Aguascalientes exige un análisis mucho más detallado que incluya tanto los niveles de atención y la distribución de la población atendida en los sistemas público y privado como un examen desagregado de la formación de recursos humanos, la pertinencia de sus programas y los estándares de calidad y acreditación de las instituciones de educación superior. Una solución que se reduzca a sólo una de esas variables, tal vez, no irá de manera integral al fondo del problema ni, por ende, a sus posibles opciones. 

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