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Diputados, ¿para qué?

Cuando no había posibilidades de reelección legislativa, solía circular la guasa de que no tenía mucho sentido ser diputado porque, en ese entonces, el cargo duraba sólo tres años… y la vergüenza toda la vida.

Ahora, es posible repetir en dicha posición por varios períodos pero en términos generales el descrédito se ha profundizado y en todas las encuestas los diputados aparecen en los últimos lugares en los niveles de aprobación ciudadana. ¿Es esta una apreciación justa? ¿Cómo mejorar la reputación de quienes desempeñan, en teoría, una responsabilidad institucional tan importante para el equilibrio democrático? Veamos.

Desde finales de los años ochenta del siglo pasado, hay varios rasgos que se han vuelto normales en el paisaje político mexicano, entre ellos la alternancia electoral y los gobiernos divididos, es decir, aquellos en los que el ejecutivo y el legislativo pertenecen a partidos diferentes.

En sí misma, esta distribución del poder puede ser buena en la medida en que parte del funcionamiento eficiente de las democracias de buena calidad consiste en un sistema de pesos y contrapesos que haga justamente que se alineen, compensen, vigilen y custodien entre sí.

Pero en una cultura democrática incipiente y débil como la mexicana, la pregunta sobresaliente es quién vigila a los diputados, ante quiénes rinden cuentas y cómo hacer mucho más transparente y riguroso su desempeño.

Podría argumentarse que, aquellos que deciden optar por la reelección, van nuevamente ante sus electores y éstos les ratifican o no, pero, dicho con franqueza, el nivel de escrutinio de los ciudadanos mexicanos no es, por supuesto, el de las democracias consolidadas y la aduana electoral es todo, menos un verdadero filtro de calidad de los legisladores. Basta ver lo que en muchísimos casos tenemos hoy en los congresos locales o en las cámaras federales.

El primer problema es que a nivel legislativo no existe propiamente una “responsabilidad social”. Sabemos que existe una responsabilidad política primordial y que en algunos casos hay una responsabilidad legal pero no hay nada parecido a un sistema de control ciudadano que permita monitorear e influir oportunamente en el legislador durante el proceso de producción legislativa.

En una buena parte de los casos, la forma como las bancadas partidistas procesan las iniciativas y el sentido de los votos es frecuentemente un trapicheo en donde pesan más el dinero, los arreglos personales o el sometimiento a los ejecutivos, que el valor de las piezas legislativas en función del beneficio social que produzcan.

El segundo tiene que ver con la falta de un esquema de rendición de cuentas del legislador -votos emitidos, iniciativas presentadas, asistencia a comisiones, intervenciones en tribuna, gestorías sociales, trabajo real en sus distritos, capacitación, etcétera- y permita encontrar correlaciones entre las decisiones que tomó en el congreso y las consecuencias sociales, económicas o políticas de sus votos.

Y el tercero, por supuesto, tiene que ver con la transparencia y publicidad, aun cuando, como decía Bismarck, al que le gusten las salchichas y las leyes es mejor que no vea cómo se hacen.

Esta auditoría social debe producir normas y valores en el sujeto auditado, o sea en el Poder Legislativo, que por una parte se asuman como una condición natural del comportamiento político, se internalicen como valor cotidiano, generen una conducta pública, y produzca hábitos de responsabilidad social de los legisladores.

Una opción de tipo vertical es la que ejerce la ciudadanía a la hora de votar en favor o en contra de un partido político específico, que es la más rutinaria. La segunda es una rendición de cuentas de tipo horizontal o sea de agencias públicas con autoridad para identificar, prevenir, sancionar al ente público, como las contralorías, las auditorías fiscales, etcétera, que tienen la posibilidad de identificar una conducta, si fue correcta o no, de acuerdo a ciertos parámetros normativos y eventualmente hacer o emitir una sanción.

Pero tenemos ahora que añadir una rendición de cuentas en donde la sociedad demanda impedir, corregir o sancionar decisiones que pueden ser lesivas para sus intereses. Por ejemplo, nunca se sabe bien a bien cuál es el contenido de los encuentros cerrados que tienen los legisladores con los cabilderos, públicos o privados, cuando está en discusión una determinada iniciativa; por qué unas pasan, otras no y otras más se quedan en la congeladora cual espada de Damócles sobre los diversos grupos de presión.

Otro ejemplo es la confección de los presupuestos en donde las amistades o complicidades de todos los solicitantes de dinero público con los legisladores suele inclinar la balanza para tener más o menos presupuesto.

Y otro ejemplo más es que cómo a todas las bancadas se les asignan recursos para sus gastos de operación. El reparto hacia cada uno de los legisladores suele ser enteramente discrecional y opaco, como da muestra alguna política aguascalentense que en cierta legislatura federal fue la encargada de manejar los dineros de su bancada partidista. 

Aprovechando, entre otras cosas, que ahora tenemos mayor capacidad humana desarrollada y mejores instrumentos tecnológicos como para identificar con oportunidad los agujeros negros en las cuentas públicas, en el ejercicio del gasto, en la evaluación de los resultados, es posible transitar hacia un modelo abierto de responsabilidad social legislativa.  

En suma, se trata de que haya transparencia y rendición de cuentas por parte de los legisladores, que sirva como instrumento de análisis y evaluación de su trabajo entre distintos públicos, que facilite la interacción con la ciudadanía y sirva para mejorar la calidad de la actividad legislativa.

En este sentido, las elecciones legislativas de 2021, tanto las federales como las locales, debieran ser un termómetro muy cuidadoso y exacto de cada aspirante a ser electo o reelecto, si es que queremos en verdad legisladores respetables, eficaces, decentes y capaces. 

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