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¿De qué sirven las cámaras empresariales?

Con la relativa excepción de organizaciones como Coparmex o la Unión Social de Empresarios de México, creadas como respuesta ideológica a los vientos izquierdistas, anticlericales, estatistas de la posrevolución; el resto de las cámaras empresariales nació como parte de la estrategia corporativa priista con la cual organizaron la arquitectura del régimen político y cooptaron las relaciones entre el poder público y grupos sociales específicos. De hecho, en una época, el PRI llegó a tener un sector empresarial afín.

Sin embargo, décadas después, la normalización de la democracia mexicana, su apertura económica-comercial y su fuerte inserción internacional, parecen haber hecho disfuncionales a las cámaras en el país. Resulta claro que su contribución al desarrollo nacional es cada vez más deslucida. Veamos.

Desde los años cuarenta y hasta los ochenta, el estado fue el gran motor de la actividad económica. Era estado-empresario (llegó a tener más de 1 300 empresas públicas), estado productor (fabricaba desde carros de ferrocarril hasta fertilizantes) y estado regulador (controlaba precios, aranceles, importaciones, exportaciones, licencias o permisos de toda clase). Bajo esta condición, cualquier negocio debía pasar por las aduanas formales o discrecionales de la autoridad, quien de forma sencilla administraba el ejercicio de sus facultades, favores o complicidades, no de manera directa con las personas económicamente activas, sino mediante organismos empresariales que, en teoría, las agrupaban.

Este esquema procreó dos tendencias. Una fue el mantenimiento por décadas de una economía cerrada, sobreprotegida, poco competitiva, que favoreció el crecimiento interno, hasta cierto punto artificial, de diversos ramos económicos y creó las condiciones para el control sindical. La otra fue la adjudicación de poder a los dirigentes de estos grupos, con el fin de afianzar la interlocución entre el estado y estos organismos (o corromperlos cuando era procedente), poder que no provenía de su representatividad gremial, sino de su acceso a las autoridades, es decir, era un poder vicario. Por esto, no es casual la expedición de una Ley de Cámaras Empresariales y sus Confederaciones, la cual aún subsiste y establece la obligación de registrarlas ante gobierno.

Al abrirse la estructura económica de México al comercio internacional y la inversión extranjera directa, las cámaras (y los sindicatos) perdieron su fuerza porque las decisiones de los agentes económicos se trasladaron al mercado, a las leyes de oferta y demanda; ya no dependían del favor discrecional de las autoridades, controles artificiales y mercados cautivos. En el plano político sucedió lo mismo: con la alternancia electoral, la voz de las burocracias empresariales se diluyó entre partidos, medios, las ONG, asociaciones civiles, grupos de consumidores y un largo etcétera, que les han otorgado un papel casi decorativo hasta la fecha.

Este proceso explica su nula influencia actual en el debate público y también su conversión en plataformas políticas personales de empresarios fracasados o en frentes de defensa de las viejas políticas proteccionistas del siglo pasado.

En cuanto al primer término, considérese que a nadie en su sano juicio le interesan las declaraciones o documentos generados por organismos empresariales, con la excepción de los materiales elaborados por el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado, el cual en realidad es un think tank de élite totalmente separado de las agrupaciones tradicionales, las cuales solo engendran una retahíla de lugares comunes.

Segundo, las cámaras se convirtieron en oficinas de colocación de empresarios mediocres (como Felipe González, Ricardo Magdaleno o Alfredo Reyes) que, capitalizando la adicción mediática por la declaracionitis, se auparon electoralmente gracias a la explotación del ánimo de un votante poco juicioso –como el existente en porciones extendidas del estado– y rentabilizaron su posición empresarial para obtener privilegios en sus tratos o deudas con dependencias públicas tipo IMSS, SAT o Infonavit. Y, finalmente, en especial en estos años, empezaron a reaccionar de manera belicosa (como en el caso AHMSA o los lecheros de Aguascalientes) a sus propias ineficiencias exigiendo volver a las recetas proteccionistas del pasado, las cuales les dieron buenos dividendos cuando no había competencia ni necesidad de innovar, producir con mejor calidad, satisfacer al consumidor o cumplir con las normas mínimas de cualquier agente económico que aspire a participar eficientemente en mercados más o menos maduros.

Los gobiernos, por su parte, leyeron bien la decadencia de los dirigentes empresariales. Por eso, los oyen, pero no los escuchan; los usan para el protocolo, pero no los toman en cuenta para las decisiones de fondo; compran su silencio con pequeñas dádivas que tapan los grandes negocios y los desplazan rápidamente al cajón de sastre donde alojan todo lo que no sirve.

En otros países, como el Keidanren de Japón, las cámaras operan como verdaderos centros de pensamiento, acción e influencia no solo para la toma de decisiones en el diseño y ejecución de políticas públicas, sino también como contrapeso tanto de los gobiernos como de los centros de generación de conocimiento y soluciones para elevar el crecimiento, productividad y competitividad de las propias compañías. Pero, México no es el caso.

Va siendo hora de que las cámaras se vuelvan realmente modernas y representativas, o bien, que sencillamente desaparezcan. Nadie las echará de menos.

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