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Cuando Serrano desafió al «manco de Celaya»

Claudio Fox partió arrogante y altivo del Castillo de Chapultepec rumbo a Tres Marías a consumar su anhelada venganza.

La llegada del piquete de soldados comandados por el general Enrique Díaz González, en las primeras horas del amanecer a la casa donde pasaron la noche los conjurados, fue la señal inequívoca de que el golpe había fracasado.

La casa fue revisada sin encontrarse armas que comprometieran a los desvelados invitados que sufrían más por la falta de sueño y cruda, que por organizar una revuelta contra el gobierno de Elías Calles. Las pistolas que llevaban Francisco Serrano y tres generales más, eran las permitidas por su rango militar, sin significar una preocupación para los militares. Serrano y catorce de sus compañeros fueron llevados en silencio por el capitán primero Baltasar García Alcántara a la instalación militar más cercana en Cuernavaca.

Durante el trayecto y la estancia en el cuartel de Cuernavaca, nada se les informó y en ningún momento fueron maltratados ni física ni verbalmente. Se les permitió conservar sus pistolas a los prisioneros, lo cual los hizo sentirse tranquilos. El calvario comenzaría al ser entregados en Tres Marías a otro piquete de trescientos soldados proveniente de la capital, dirigidos por el general Claudio Fox.

La expresión de Francisco Serrano al ver a Claudio Fox fue la de un condenado a muerte.

—¡Ahora sí ya nos cargó la chingada! —dijo Serrano, espantando a todos con su comentario.

Claudio Fox, enfundado en su gabardina militar, caminó sereno hacia los prisioneros, mirándolos uno por uno, despectivamente.

Claudio Fox, con el cigarrillo en el lado izquierdo de su boca, miró retadoramente a Serrano. Lo tomó del hombro y lo apartó del grupo para encararlo a solas, lejos de los oídos de sus soldados y de los conspiradores.

—¿Cómo estás, Claudio? —preguntó Serrano, buscando un diálogo salvador.

—A toda madre, Pancholín. No me puedo quejar. Estoy a punto de cumplir uno de mis sueños más cabrones.

Serrano parpadea nervioso. Voltea a ver el paisaje boscoso de Huitzilac, la curva de la carretera y un sendero del camino, como buscando un ángel que lo pudiera salvar.

—¿Qué piensa de todo esto Álvaro? ¿Qué dice Plutarco?

Serrano mencionó el nombre de Obregón y Calles como su último as en la manga para amedrentar al cornudo general.

—¿Qué van a pensar de ti, Pancholín? Pues que eres un traidor, mal amigo, hijo de la chingada. Eso es lo que eructan de ti. Siempre fuiste un hijo de puta, consentido de Obregón. El viejo te quería como a un hermano. Él te consintió todo y mira cómo le quisiste pagar: fusilándolo en Balbuena como a un pinche perro.

—Tengo que hablar con él, Claudio. Estoy seguro que hay un mal entendido.

Los conjurados y la tropa miraban curiosos desde la distancia el desarrollo de esta plática.

—Cuando supe que te metiste con mi esposa, tomé mi pistola para ir a buscarte y matarte como a un perro. Me frené porque sabía que eras como el hijo de Obregón y me fusilarían antes de tocarte un pelo. Todo el tiempo me la pasé pensando cómo matarte, hijo de la chingada, y hoy precisamente en el Castillo de Chapultepec tu padre me dio la orden más hermosa de mi vida, un regalo, un premio: el hacer con tu vida lo que me plazca.

Los ojos de Serrano se agrandaron de terror. Fox le anunciaba su muerte con antelación. Sus gritos de “perdón Claudio” se escucharon en la lejanía, mientras Fox lo dejaba a su suerte con la tropa. Serrano tragó saliva desesperado al ver a la tropa sonriente acercarse hacia él.

—La ley dice que no hay pena de muerte a ningún golpista que sólo planea pero no ejecuta el plan —grita uno de los abogados acompañantes para tratar de salvar a Serrano.

Fox y sus hombres se miran entre ellos con miradas burlonas y de complicidad.

Fox da las últimas instrucciones a sus hombres y camina tranquilamente rumbo a su automóvil estacionado sobre la carretera, para desde ahí contemplar cómodamente el dantesco show que se veía venir:

Los catorce hombres son atados de manos a la espalda con alambre pelón. Los amarres son tan fuertes que sus muñecas sangran al hundirse el cable en sus carnes. A estas alturas, era un hecho que los conjurados sabían que iban a ser ejecutados.

La tropa goza el momento al máximo. Su general Fox les ha autorizado que los maten a todos, como ellos quieran. Era un momento envidiable de desquite social. Estos hombres habían sido inalcanzables y prepotentes con ellos. Ahora ellos podían hacer lo que quisieran con sus vidas.

—No tienen ninguna autoridad para ponernos una mano encima. Mi compadre Álvaro Obregón se enterará de esto y a todos ustedes me los voy a tronar. Mi cuñado es Lamberto Obregón —gritó Serrano tratando de intimidar a la tropa. Por unos segundos los soldados parecen recular, hasta que el jefe de ellos destroza la boca de Serrano de un certero culatazo.

—Esto es lo que pienso de tu autoridad, jijo de la chingada. Serrano cae bocarriba escupiendo dientes y sangre.

—¿Dónde está Obregón para defenderte, enano hijo de puta? —grita el jefe de tropa, el coronel Marroquín, propinando un violento puntapié en los testículos de Serrano.

Otro de los soldados imita a su jefe, destrozando la mandíbula de Serrano con otro culatazo. Se siguen otros culatazos más, entre carcajadas e insultos, desfigurando la cara y cráneo del candidato antireeleccionista.

—Te creías muy guapo y galán, ¿no, cabrón? Ni tu madre te reconocerá ahora, puto —toda la tropa festeja las bromas del ocurrente coronel Hilario Marroquín.

Serrano agoniza en el suelo. En su mente se cruzan las imágenes de su sobrino Antonio, también prisionero ahí en Huitzilac y pronto a morir igual que él; su esposa Amada Bernal y sus hijos Rufino y Silvia, comiendo con él en el restaurante Chapultepec, orgullosos de él por contender contra Obregón; sus amantes y borracheras, hasta que un agradable zumbido, acompañado de una luz blanca le cortó todos los dolores físicos sufridos.

Cinco descargas culminan el trabajo sobre un cuerpo que ya había muerto segundos antes por los mortales traumatismos sufridos. Las otras trece víctimas no mueven un dedo, impresionadas por el asesinato de su compañero.

El general Carlos Vidal intenta huir corriendo, sólo para tropezar con un tronco y caer de cara contra la hojarasca. Un certero bayonetazo le parte la columna vertebral para luego recibir la descarga de una Thompson sobre su cuerpo. Los doce sobrevivientes más, intentan huir y todos son masacrados a balazos. Con calma los catorce cuerpos son revisados, dándoles el tiro de gracia para culminar la macabra tarea.

Los cuerpos son esculcados para despojarlos de sus pertenencias. Claudio Fox se queda con las joyas y cartera de Serrano, con veinte mil pesos manchados en sangre. La jornada había sido buena para él.

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