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Cuando el dinero se acabe

Foto de Ibrahim Rifath en Unsplash

Más allá de la crisis de inseguridad que México ha vivido en estos años y de la catástrofe en los sistemas de salud y educación, hay un componente técnico que suele pasarse por alto a la hora de evaluar la sostenibilidad de los distintos programas de subsidios y transferencias que Morena ha instrumentado para extorsionar al ciudadano y comprar su voto.

Consiste en algo muy sencillo: el gobierno federal ya no tiene dinero para mantener ese ritmo en la dispersión de recursos clientelares, ni para el financiamiento de los elefantes blancos, salvar a Pemex y la CFE, invertir en sectores estratégicos, entre otros renglones de gasto público.

Desde el punto de vista económico, el problema puede plantearse de la siguiente manera: por diversas razones, se ha puesto de moda la idea de que repartir efectivo sin ton ni son es una manera de lidiar con los desafíos de la inequidad que enfrentan las sociedades o, dicho con más propiedad, que la incompetencia e ineficacia del gobierno o de las políticas públicas no han logrado mitigar.

En consecuencia, cuando el crecimiento fracasa, surge el incentivo de adoptar políticas cautivadoras, sobre todo en tiempos electorales, que por lo general son estériles. Y como algunos de los instrumentos tradicionales de movilidad social y económica —la buena educación, por ejemplo— no están ofreciendo los resultados deseables para todos, siguiendo esa lógica, hay que cerrar los mecanismos de ascenso y facilitar los de descenso mediante las asignaciones selectivas de recursos y programas que, al menos, puedan crear el espejismo de una aparente igualdad sostenida con alfileres fiscales y presupuestales que, más temprano que tarde, inevitablemente colapsan. 

El problema con esta tesis, como dice Ricardo Lagos, el ex presidente chileno, es que “la experiencia muestra que no existen esos atajos. Nuestra historia regional está llena de casos en los cuales hemos privilegiado el pan para hoy y pagado con el hambre de mañana”. Eso es justamente lo que puede suceder en los próximos dos o tres años. Veamos.

Todo apunta a que el crecimiento de la economía en el sexenio no rebasará el 1% promedio anual, el más bajo de los últimos cinco gobiernos —y muy lejos del 4.5% o 5% deseable—. Por consecuencia, el ingreso por persona de los mexicanos será con toda seguridad negativo, es decir, cada persona recibirá menos dinero en términos reales en 2024 que seis años atrás.

Esto quiere decir que, si no hay crecimiento, tampoco hay impuestos que cobrar ni dinero para repartir. En segundo lugar, el gobierno necesitará contratar más y más deuda (como los bonos por siete mil 500 millones de dólares que México colocó a principios de enero) para pagar los aeropuertos (tanto el viejo de la Ciudad de México como el nuevo de Santa Lucía), la refinería Dos Bocas (cuyo presupuesto inicial estaba previsto en unos ocho mil millones de dólares y terminará costando más de 20 mil millones de dólares) o el tren Maya (que de 150 mil millones de pesos originalmente planeados ascenderá a más de 500 mil millones de pesos).

En la próxima década, el gobierno federal tendrá, al menos, que cubrir el servicio de la deuda (los intereses) o los pagos a los proveedores que intervinieron en esas obras. Por tanto, dejará en los huesos otro tipo de gasto público en áreas social y económicamente estratégicas.

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Por su parte, los fondos especiales que la administración Peña Nieto le heredó al siguiente gobierno —Fondo de Estabilización de Ingresos de Entidades Federativas y Fondo de Estabilización de Ingresos Presupuestarios—, precisamente para enfrentar los ciclos bajos de la economía, que eran de 369 mil millones de pesos al cierre de 2018, fueron dilapidados rápidamente por el gobierno de Morena. No reconstituyó las reservas y, en noviembre de 2023, contaban con apenas unos 63 mil millones de pesos. En suma, una situación crítica por donde quiera que se vea.

Estas son las razones por la que el gobierno ha tenido que echar mano de todo lo que esté a su alcance —confiscar recursos de los fideicomisos existentes, escamotear dinero a educación y salud, pedir prestado en los mercados internacionales, derrochar los ahorros de los fondos de estabilización, retrasar o de plano reducir las participaciones fiscales federales a estados y municipios— y eventualmente prepararse para ejecutar expropiaciones en toda regla, como la que anunció el pasado 6 de enero en el caso de las AFORES, es decir, extraer los ahorros de los trabajadores y poner al borde de la quiebra al sistema pensionario del país.

Como toda política es economía concentrada, según decía el viejo Lenin, es posible que esta crisis de finanzas públicas no le estalle a López Obrador. Probablemente gastará hasta el último centavo de los contribuyentes para comprar a sus clientelas electorales, pero, con toda seguridad, el siguiente gobierno, si es de Morena, encontrará un regalo envenenado y lo más probable es que los millones de personas que hoy reciben una pensión o una beca dejarán de percibirlos en 2026.

También vendrá la consecuente y explicable irritación social y política que ello supone, porque habrán sido engañados: la candidata de Morena sabe muy bien que con las mismas políticas de ahora no habrá tela de dónde cortar. Más todavía: no habrá dinero para nueva inversión pública productiva —una de las condiciones esenciales para un crecimiento sostenible— ni espacio para reducir la pobreza laboral, que hoy alcanza al 38% de los mexicanos.

Un gobierno profesional y responsable, en cambio, como el que puede darse si gana la coalición opositora, deberá tomar medidas rápidamente para preservar al menos los subsidios y transferencias para adultos mayores con un enfoque verdaderamente orientado a los más necesitados, levantar el sistema de salud, explorar una mayor participación privada en la gestión de diversas áreas o empresas públicas, así como emprender reformas serias y de fondo.

Dicho de otra forma, para crecer productivamente es condición necesaria contar con liderazgos políticos profesionales y competentes; instituciones y leyes que se observen y funcionen; capital humano bien calificado; regulaciones y políticas públicas eficientes; reformas estructurales o circunstancias internacionales favorables, entre otras cosas.

Para distribuir mejor los beneficios de todo lo anterior hacen falta políticas sociales bien instrumentadas, transparentes y focalizadas; diversificación económica; marcos fiscales competitivos; educación pública pertinente y de calidad; mayor igualdad en el acceso a las oportunidades, y, fundamentalmente, crecer a tasas razonablemente altas.

Es evidente que, preso de su origen y atenazado por la corrupción y los intereses creados, un eventual gobierno de Morena no tendrá la capacidad, ni la voluntad, ni la decisión para rectificar un rumbo que hoy parece ir directamente al precipicio.

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