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¿Campo o ciudad?

Este número de Líder Empresarial está dedicado a la vivienda y la industria de la construcción, sectores que, en todo el país y particularmente en ciudades-estado pequeñas como Aguascalientes, no se entienden cabalmente sin examinar porqué, en estos casos, tienen una relación directa con la transformación que ha experimentado el campo. La razón es muy simple: la urbanización es un fenómeno imparable e irreversible que ha sucedido, como es lógico, a expensas del papel que juega –y jugará- el desarrollo agropecuario en el conjunto del país. Veamos.

 A lo largo de casi todo el siglo XX la cuestión de la tierra fue abordada por los distintos gobiernos como un asunto político y complementario en el desarrollo social, mientras que las tendencias de la economía y la urbanización seguían una dirección opuesta.

Si bien los programas públicos en el sector agropecuario se multiplicaron, el reparto agrario continuó y numerosas políticas sociales intentaron teóricamente mejorar las condiciones de vida de los campesinos, los resultados no podrían haber sido más contrastantes:  la actividad rural decreció desde el 28% del PIB que ocupó en las primeras décadas del siglo pasado a alrededor del 5% en la actualidad; el minifundismo pulverizó la tierra; la población que vivía del campo disminuyó en términos relativos (del 70% en 1910, al 21% en el 2000), pero se duplicó en cifras absolutas (de 11 a 22 millones de personas); el país se volvió urbano y la mayoría de los más pobres de México se encuentra hoy en el campo.

La conclusión es evidente: la llamada “política agraria de la revolución” fue un éxito como mecanismo de rentabilidad electoral y de relativa capilaridad social pero desde el punto de vista económico y productivo fue un auténtico fracaso.

En buena medida, estas fueron algunos de los fundamentos que llevaron al gobierno de Carlos Salinas a promover la reforma del artículo 27 constitucional, en especial en el capítulo de titulación y certificación de los derechos de propiedad de los ejidatarios. Ahora bien, dicha reforma tenía, entre otros, dos objetivos: uno era dinamizar la actividad económica del sector agropecuario y, el otro, reconocer la necesidad de un ordenamiento territorial más eficiente y documentado en función del crecimiento de las ciudades versus la reducción de las zonas que antaño fueron agrícolas. En general, los resultados fueron mixtos.

Por un lado, al momento de procesarse la reforma constitucional, el campo participaba con el  7.5% del PIB nacional y, en la actualidad, con solo el 5.3%. Aunque la disminución es evidente, es una tasa que sigue siendo alta cuando se le compara con las observadas en los países industrializados, que, en promedio, son del 3%. ¿Por qué ocurre así? Félix Vélez, un experto del CIDAC en el tema, asegura que la experiencia internacional demuestra que la elasticidad en la demanda por alimentos y el cambio tecnológico son las razones más relevantes. Es decir, en la medida en que el ingreso por habitante en un país crece, el gasto en alimentos y en otras necesidades básicas crece a un ritmo menor. Además, el cambio tecnológico es un factor que propicia que se reduzcan los costos medios de producción, por lo que, para un cierto nivel, cuando esto ocurre el ingreso generado en el sector primario cae. Y esto pasa en todo el mundo: el sector primario pierde relevancia relativa.

Y, por otro, en parte consecuencia del razonamiento anterior y en parte por el crecimiento natural de las zonas urbanas y de las zonas metropolitanas, el espacio rural cedió terreno a la edificación de ciudades, fraccionamientos, parques industriales, infraestructura vial y de transporte, vivienda y un largo etcétera, lo cual explica la expansión de la mancha urbana en todo el país.

Más aún: contra los pronósticos de que la reforma al artículo 27 produciría un elevado nivel de concentración y dejaría a los ejidatarios, ahora titulares de la tierra, en un estado de indefensión total, ese fenómeno no ocurrió.Como documentó Rolando Cordera, de la UNAM,  la realidad es que el cambio constitucional no estimuló la venta de tierras. Después de la certificación de los derechos agrarios, en promedio solo el 5% de los ejidatarios ha vendido sus tierras; un 3% fueron ventas totales. En cuatro entidades no se había registrado venta alguna años después y en otras siete entre un 10 y un 16% de los ejidatarios ha vendido parte o todas sus tierras. Los tradicionales tratos agrarios de préstamo, renta, mediería y aparcería, entre otros, continúan siendo habituales. En la práctica, curiosamente, hubo ejidatarios que, ya con sus certificados de propiedad en las manos, se volvieron desarrolladores inmobiliarios (tal fue el caso en Ojocaliente, en la ciudad de Aguascalientes) y hubo otros que vendieron, a muy buen precio, sus tierras, para otros fines: así se construyó, por ejemplo, el Parque Industrial de San Francisco de los Romo.

En suma, cualquier análisis de la evolución del sector primario que pretenda identificar algunas salidas al problema, tiene que asumir tres realidades irreversibles: el campo jamás volverá a ser la actividad central de la economía mexicana; la población rural seguirá emigrando hacia otros sectores, estados y países, y la producción agropecuaria no tendrá ninguna recuperación al margen de los mecanismos del mercado ni de la integración mexicana a la economía internacional.

Por consecuencia, el crecimiento urbano continuará y, en consecuencia, los retos serán otros que tienen que ver con hacer ciudades inteligentes, modernas, ordenadas y competitivas. Esos son los desafíos verdaderos de la construcción de infraestructura y de vivienda para los siguientes años.

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