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Campañas, comunicación e incentivos

Tanto las campañas como la elección misma del 6 de junio transcurrirán en un contexto nacional (e internacional) polarizado, incierto y altamente preocupante para México en su conjunto. 

Por ahora, sin embargo, hay más preguntas que respuestas, asociadas con lo que está en juego, el papel de la comunicación estratégica y el peso que tendrá la situación social, económica y política del país. Vayamos por partes.

La palabra “clivaje” (un anglicismo perteneciente, al parecer, al psicoanálisis) suele usarse en el léxico de la estrategia electoral para definir las claves en torno a las cuales se alinea, divide o fragmenta una comunidad política. Dicho de otra forma: si toda campaña se decide en función de una disyuntiva para los electores, entonces una estrategia exitosa consiste en identificar ese “clivaje”, de suerte que las opciones en contienda logren representarlo y atraer hacia sí a estos votantes. 

Las opciones no son múltiples, sino básicamente se condensan en una cuestión a la que el elector responderá en la urna (y que se puede plantear así): ¿estás conforme o satisfecho con tu situación personal y familiar, con la de tu país o estado? En otras palabras: las elecciones presidenciales son relativamente programáticas y en torno a personas; las elecciones intermedias (como la de junio) son plebiscitarias y constituyen uno de los privilegios de los sistemas democráticos. 

Cuando hay elecciones intermedias, se trata en realidad de una calificación acerca del desempeño del gobierno en turno y de sus resultados alcanzados (o la falta de ellos). En síntesis, son elecciones que se convierten en un ejercicio de rendición de cuentas.

Visto así, el votante evaluará una situación del país en donde ese clivaje se ha producido de manera natural, casi biológica. Sus términos son recuperación o catástrofe. 

Al momento de escribir este artículo, el panorama es irrefutable: 321 mil muertos por COVID-19; contracción económica de 0% en 2019 y de 8.2% en 2020; 13 millones de nuevos pobres; 5.2 millones de niños/jóvenes dejaron la escuela; 400 mil negocios cerraron; 647 mil empleos formales perdidos; 77 mil homicidios dolosos; PEMEX en quiebra técnica, o una deuda que ya alcanza el 54% sobre el PIB.

Ante esa fotografía, hay ciudadanos que saben y/o padecen directamente esa realidad -como habrá otros que sean beneficiarios del gasto público y los programas clientelares-. La lógica electoral de ambos tenderá a ser binaria, lo que no deja espacio a partidos minoritarios (al menos como regla general). 

En segundo lugar, el gobierno federal será un actor en contienda y en franca beligerancia. En la elección se juega su propia sobrevivencia política. Por tanto, lubricará a su clientela electoral mediante transferencias de efectivo hacia grupos de población específicos -adultos mayores, jóvenes de 16 a 20 años, ciertas porciones de la población rural y pensionistas no contributivos- y avanzará lo más que pueda en la estrategia de vacunación. 

La primera variable, sin embargo, tiene graves limitaciones. Ya no hay espacio presupuestal suficiente, porque tiene que inyectar liquidez a los megaproyectos (aeropuerto, tren y refinería), porque tienen que drenar recursos para mantener a Pemex a flote y porque la recaudación fiscal será probablemente baja por la contracción de 2020. La segunda variable reside en factores que no están totalmente bajo control del gobierno, como son la disponibilidad efectiva de vacunas y los problemas en su aplicación.

Desde el punto de vista comunicacional, necesitará polarizar más la narrativa para situar la competencia electoral en torno a una lógica elemental –buenos vs. malos, ricos vs. pobres, corruptos vs. honestos-. 

Para ello, puede recurrir a una batería de acciones como un endurecimiento verbal, político y mediático; expropiaciones potenciales o simbólicas en sectores sensibles para la población (consumo, transporte público); controles de precios (tortilla, gasolina, por ejemplo); condonaciones masivas de adeudos de servicios públicos (luz, agua, etc.); alguna acción de extinción de dominio que tenga buen impacto mediático; acciones escenográficas de carácter penal contra opositores, y desde luego profundizar la embestida contra el INE o gobiernos estatales de oposición. 

En tercer lugar, dado que es una elección enorme y heterogénea, el tipo de marketing y de campaña son poco predecibles. Dependerán en buena medida de la eficacia en la generación de expectativas, en el efecto psicológico en la creación de emociones y percepciones; eventualmente, en la construcción de un relato que dote de sentido a la decisión del votante. 

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En cuarto lugar, a juzgar por las encuestas conocidas, será una elección que, con algunas excepciones, se irá cerrando. Esto ofrece un abanico de incentivos que pueden impactar tanto la eficacia misma de las campañas como la sustancia de la elección y la calidad del mandato. Esto presenta ciertos problemas. Uno es para los propios candidatos y sus equipos. 

Para el candidato que va adelante introduce, casi por un instinto psicológico, una reorientación de prioridades. Una situación cómoda desplaza las urgencias técnicas de la campaña (organización electoral, operación de la estructura territorial o movilización de indecisos) por tensiones incipientes, derivadas de la correlación interna de fuerzas en torno a un candidato presuntamente ganador o de la ilusión del reparto posterior de utilidades o cargos. 

Para un candidato que va rezagado, las malas cifras conducen de manera inevitable no solo a una desmoralización dentro del equipo sino a consecuencias perversas como la astringencia presupuestal (“para qué gastar si no vamos a ganar”), el reparto anticipado de culpas y, la peor de todas, intentos de mudanza al otro barco (o al menos de abandonar al que se hunde). 

Otro incentivo negativo es, por supuesto, la abstención. Si existe la percepción de que las cosas ya están decididas, el elector siente que su voto ni vale ni cuenta. Esta es una mala señal. 

Los gobernadores y alcaldes, especialmente, deben ser electos con un mandato suficientemente consistente que, además de dar legitimidad, obligue a cumplir un programa claro y a actuar con sentido común. Esta es una de las razones por las cuales las “terceras vías” son electoralmente improductivas y políticamente estériles (al inhibir el voto útil).

Un desincentivo más es para los propios medios. Si el rasgo esencial de la democracia es la incertidumbre de los resultados electorales, una contienda competida los lleva a una obsesión exclusiva, casi enfermiza, por los números -con todos los errores de método y cálculo imaginables en las encuestas poco confiables-. Con ello, focalizan su interés en lo insustancial, las trivialidades, el estilo; es decir, los aspectos más superficiales de lo que hacen los candidatos. 

Tal actitud impide hacer un trabajo de investigación que indague puntualmente en trayectorias, programas y promesas de cada contendiente, y le proporcione al electorado análisis finos, no solo para enriquecer el sentido de su voto, sino para adquirir un conocimiento más elaborado de los problemas complejos del país, el estado y la ciudad.

Toda decisión electoral es, al final del día, una decisión humana (en consecuencia imperfecta, irracional y derivada de factores por completo subjetivos). Esta vez, no será distinta.

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